martes, 29 de mayo de 2012

Pequeña cartografía del no-lugar digital (o de algunos territorios del arte contemporáneo). Por M.A. Baixauli.

                                               War Vision Machine. Alain Josseau, 2008.


En el epígrafe “Museo” de su libro El Hacedor, se puede leer una fábula de Borges titulada Del rigor en la ciencia. En ella un escritor apócrifo del siglo XVII conjetura que los Cartógrafos de un viejo Imperio habrían trazado un mapa tan detallado que llegaba a recubrir en toda su extensión el territorio representado, un mapa “que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”[1]. Lo que podemos conjeturar hoy, varios siglos después de aquel apócrifo literario, es que esa utopía científica e imperialista se ha realizado, hace ya algún tiempo, con los dispositivos digitales de “visualización”, las tecnologías de realidad aumentada o la simulación detallada del territorio mundial de programas como Google Maps. 

Ciertamente, desde un smart-phone contemporáneo es posible superponer en todo momento el modelo simulado del mapa digital a la visión del espacio real que se tiene ante los ojos. El mapa se superpone así enteramente al territorio, como querían los Cartógrafos del Imperio en la fábula de Borges; pero si el mapa mismo es ahora digital, si habita una extensión miniaturizada hecha de microchips y bits, ese es también entonces el topos del nuevo territorio global: un no-lugar generalizado. A partir de la proliferación de los dispositivos digitales de localización, se lleva paradójicamente al extremo la deslocalización de todos los lugares.

A partir de ahora, como decía Jean Baudrillard, “el territorio ya no precede al mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio –precesión de los simulacros- y el que lo engendre”[2]. En la época de la simulación generalizada que es la nuestra, existe un no-lugar global que es el de la modelización virtual, ese espacio informático que deviene técnica mental y a partir del cual los modelos digitales se superponen a la experiencia directa de las cosas, ese lugar virtual de lo visible en el que siempre es ya la simulación de las imágenes mediáticas la que precede a la visión cotidiana de lo real.  

De ahí el valor y la relevancia de una obra como la de Alain Josseau, presentada por Eugen Ehrlich en el post anterior de este mismo blog. En la época de la desaparición vertiginosa de las imágenes en lo digital (donde toda corporeidad se desvanece en un código informático) desplegar una nueva cartografía plástica sobre el territorio físico vuelve a dotar de cuerpo a ese otro “arte de la guerra” que es el trabajo de las imágenes. Poner en foco la disposición del territorio, sus dispositivos de configuración y las formas de su percepción es una tarea emergente del arte contemporáneo, tarea que le corresponde tanto como al urbanismo, a la antropología o a las disciplinas geográficas, y Josseau ha sabido fabricar su extraordinario trabajo en fructífero diálogo con todas ellas.

En el final de la fábula de Borges, precisamente, podemos leer: “En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas”. El gran simulador que fue Baudrillard comentaba al respecto: “si fuera preciso retomar la fábula, hoy serían los jirones del territorio los que se pudrirían lentamente sobre la superficie del mapa”. Entre uno y otro polo emerge el trabajo de Josseau, que Ehrlich comenta diciendo que “su apariencia recuerda a la puesta en escena de un yacimiento arqueológico y las cuadrículas que se trazan con hilos con el fin de efectuar una localización precisa de los restos encontrados”.

Pero nos interesa también recuperar otro elemento de eso que Borges vislumbra, “en los desiertos del Oeste”, donde ya solamente habitan las Ruinas del Mapa y “no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas”. Pues es precisamente de la disciplina artística de lo que se trata aquí. Ya hemos señalado en este mismo blog que las “sociedades disciplinarias” analizadas por Michel Foucault se basaban en el despliegue de las “disciplinas” (técnicas de encierro, técnicas intelectuales de gestión del discurso y prácticas disciplinarias autónomas), y que tenían en el modelado del espacio su lugar estratégico privilegiado (fábrica, cuartel, escuela, hospital, museo, etc). A estas “sociedades disciplinarias” les corresponde por tanto, y de manera precisa, una arquitectura, un control y diseño del espacio como modelización de los comportamientos, los gestos, los cuerpos y las formas de la percepción.

El museo o la sala cinematográfica son algunos de esos lugares que han trazado el diseño de la arquitectura de la experiencia perceptiva en el paradigma de la modernidad. En un intento de ruptura del paradigma, Walter Benjamin supo poner en evidencia la íntima conexión del arte y lo social en el territorio extendido del urbanismo, así como su transformación política con la "reproductibilidad técnica". A día de hoy, el paradigma está roto, pero no se sabe muy bien cómo recomponer sus piezas entre las ruinas y los reciclajes póstumos. La museificación del arte es ya un residuo, un arcaísmo de ese paradigma moderno, un “espacio basura” como dice el arquitecto Rem Koolhaas. Las prácticas posdisciplinarias contemporáneas salen del museo para extenderse por el territorio, y no precisamente en el llamado Arte Público tal como ha sido gestionado institucionalmente (esa “escultura de rotonda” que comentan los iniciados) sino en una extensión territorial de la práctica artística a la configuración de lo social y de su arquitectura comunitaria.

En la actualidad, cuando la arquitectura como disciplina se ha quedado sin trabajo (pues se han agotado los fondos para la fiebre del ladrillo), su supervivencia depende de las nuevas conexiones con otras disciplinas (sociología, urbanismo, geografía, ecología, etc) y la práctica transdisciplinaria sobre el territorio se configura como el lugar de convergencia del arte y del resto de disciplinas modernas. En el caso específico del arte contemporáneo, es aquí donde se ubican las “prácticas posdisciplinarias que incluyen por igual a artistas y no artistas”, esos proyectos implicados en procesos sociales generadores de “ecologías culturales”, tal como los ha analizado Reinaldo Laddaga en su libro Estética de la emergencia[3].  

Pues lo que llamamos  "comunidad" no es algo establecido a priori, sino algo por establecer cada vez que se produce un acto colectivo de creación de sociabilidad. Muchos de los proyectos artísticos emergentes convergen en la producción y despliegue de “comunidades experimentales” de acción creativa entre actores diversos, en prácticas colaborativas entre especialistas disciplinarios y gente común. Esta “estética de la emergencia” sale del museo como territorio privilegiado del arte y se extiende por el territorio geográfico y social en la creación de nuevas comunidades de resistencia a las modulaciones del mercado global, en la configuración colectiva de comunidades en ciernes. 

El Museo como lugar de momificación y sacralización del arte pertenece al paradigma caduco de la modernidad, que ha perdido completamente el foco pero sigue empañando nuestra visión como una obstinada lentilla crepuscular. Y el museo lo sabe (porque no es tonto, el museo). De ahí que cada vez la institución artística invierta más fondos en tratar de convertirse en un taller de creación colectiva (veáse la proliferación de múltiples Labs adosados a los museos contemporáneos). Pero su arquitectura moderna resiste, y la compartimentación museística sigue agitando la gloria de los espectros de la modernidad en sus sagradas salas de exposición, cada vez más recicladas, eso sí, para intentar movilizar una “participación” que todavía no sabe cómo distinguirse de la interactividad. 

La sala cinematográfica es también una supervivencia arcaica del santuario del cine, ese lugar en el que el “valor de exposición” (Benjamin) está configurado por una arquitectura muy precisa de subjetivación. Como decía Jonathan Crary en sus estudios sobre las técnicas de la construcción moderna del espectador, también en este caso “el espectáculo no está principalmente concernido por el hecho de mirar imágenes, sino por la construcción de las condiciones que individualizan, inmovilizan y separan sujetos”[4]. Pero es precisamente esa “arquitectura” de lo cinematográfico (y de lo artístico) la que está estallando por todas partes.


 
Si el museo y la sala del cine eran los templos modernos de las religiones artística y fílmica, y las galerías de arte y los festivales cinematográficos se formaron como los santuarios minoritarios de las sectas de iniciados, en la actualidad los espacios de exposición están atravesando una crisis que deriva de las nuevas formas de circulación y consumo de las imágenes. Cualquiera puede acceder hoy desde casi cualquier parte al material artístico o fílmico, y el arte y el cine están llamados a salir de sus claustros y a mezclarse en las tareas de creación con toda esta “gente común”, a reconfigurar conjuntamente la percepción con los no iniciados en sus prácticas y rituales iniciáticos. 

Podríamos decir que el Museo ha extendido completamente el Mapa del Arte sobre sí mismo, y que en el caso de Occidente esto coindice exactamente con su territorio, pues su Imperio es el lugar de la máxima confusión entre lo real y la representación. Ese Museo occidental de las ruinas, los monumentos y las conmemoraciones es un Espacio Saturado, ruinoso y en cierta medida póstumo. Pero el museo lo sabe y prepara nuevas habitaciones para nuevos inquilinos, el cine entre ellos. El museo se reconfigura con ciertos trabajos artísticos capaces de ir más allá de la "crítica institucional" y de quebrar la arquitectura espectacular, recompone sus salas para dar cabida a nuevos residentes, no-artistas y no-expertos, los nuevos bárbaros que se cuelan en "aquel Imperio, donde el Arte de la Cartografía logró tal Perfección"", en esos Museos donde "perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos", como diríamos parafraseando a Borges. El arte y el cine contemporáneos están urgidos a generar en su andadura nuevos espacios de relación fílmica o artística, formas emergentes de cocreación posdisciplinaria, rompiendo la arquitectura del museo o la sala de cine (al tiempo que evidencian la arquitectura militar-mercantil que los sotiene) para implicarse en otra reconfiguración de los procesos sociales de percepción de lo real.

Aunque, ¿qué es real en un mundo fagocitado por las imágenes digitales, capturado por los modelos teóricos y económicos, duplicado por las representaciones sin referente? Abundando en su comentario de la fábula de Borges, Baudrillard señalaba que, de ella, “lo único que quizá subsiste es el concepto de Imperio, pues los actuales simulacros, con el mismo imperialismo de aquellos cartógrafos, intentan hacer coincidir lo real, todo lo real, con sus modelos de simulación”[5].


[1] Jorge Luis Borges, “Del rigor de la ciencia”, en El Hacedor. Obras completas I. RBA. Barcelona, 2005.
[2] Jean Baudrillard, Cultura y simulacro, Kairós. Barcelona, 2002.
[3] Reinaldo Laddaga, Estética de la emergencia, Adriana Hidalgo Editora. Buenos Aires, 2010.
[4] Jonathan Crary, Suspensiones de la percepción. Atención, espectáculo y cultura moderna. Akal. Madrid, 2008.
[5] Jean Baudrillard, Cultura y simulacro, Kairós. Barcelona, 2002..

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