War Vision Machine. Alain Josseau, 2008.
En el epígrafe “Museo” de su
libro El Hacedor, se puede leer una
fábula de Borges titulada Del rigor en la
ciencia. En ella un escritor apócrifo del siglo XVII conjetura que los Cartógrafos
de un viejo Imperio habrían trazado un mapa tan detallado que llegaba a
recubrir en toda su extensión el territorio representado, un mapa “que tenía el
tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”[1].
Lo que podemos conjeturar hoy, varios siglos después de aquel apócrifo
literario, es que esa utopía científica e imperialista se ha realizado, hace ya algún tiempo,
con los dispositivos digitales de “visualización”, las tecnologías de realidad
aumentada o la simulación detallada del territorio mundial de programas como Google
Maps.
Ciertamente, desde un smart-phone contemporáneo es posible
superponer en todo momento el modelo simulado del mapa digital a la visión del
espacio real que se tiene ante los ojos. El mapa se superpone así enteramente
al territorio, como querían los Cartógrafos del Imperio en la fábula de Borges;
pero si el mapa mismo es ahora digital, si habita una extensión miniaturizada
hecha de microchips y bits, ese es también entonces el topos del nuevo territorio global: un no-lugar generalizado. A partir de
la proliferación de los dispositivos digitales de localización, se lleva
paradójicamente al extremo la deslocalización de todos los lugares.
A partir de ahora, como decía Jean Baudrillard, “el
territorio ya no precede al mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el
que preceda al territorio –precesión de
los simulacros- y el que lo engendre”[2].
En la época de la simulación generalizada que es la nuestra, existe un no-lugar
global que es el de la modelización
virtual, ese espacio informático que deviene técnica mental y a partir del
cual los modelos digitales se superponen a la experiencia directa de las cosas,
ese lugar virtual de lo visible en el que siempre es ya la simulación de las
imágenes mediáticas la que precede a la visión cotidiana de lo real.
De ahí el valor y la relevancia
de una obra como la de Alain Josseau, presentada por Eugen Ehrlich en el post
anterior de este mismo blog. En la época de la desaparición vertiginosa de las
imágenes en lo digital (donde toda corporeidad se desvanece en un código informático)
desplegar una nueva cartografía plástica sobre el territorio físico vuelve a
dotar de cuerpo a ese otro “arte de la guerra” que es el trabajo de las
imágenes. Poner en foco la disposición del territorio, sus
dispositivos de configuración y las formas de su percepción es una tarea emergente del arte contemporáneo, tarea que le
corresponde tanto como al urbanismo, a la antropología o a las disciplinas geográficas, y Josseau ha sabido fabricar su extraordinario trabajo en fructífero diálogo con todas ellas.
En el final de la fábula de
Borges, precisamente, podemos leer: “En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas
del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra
reliquia de las Disciplinas Geográficas”. El gran simulador que fue Baudrillard
comentaba al respecto: “si fuera preciso retomar la fábula, hoy serían los
jirones del territorio los que se pudrirían lentamente sobre la superficie del
mapa”. Entre uno y otro polo emerge el trabajo de Josseau, que Ehrlich comenta
diciendo que “su apariencia recuerda a la puesta en escena de un yacimiento
arqueológico y las cuadrículas que se trazan con hilos con el fin de efectuar
una localización precisa de los restos encontrados”.
Pero nos interesa también
recuperar otro elemento de eso que Borges vislumbra, “en los desiertos del Oeste”,
donde ya solamente habitan las Ruinas del Mapa y “no hay otra reliquia de las
Disciplinas Geográficas”. Pues es precisamente de la disciplina artística de
lo que se trata aquí. Ya
hemos señalado en este mismo blog que las “sociedades disciplinarias” analizadas
por Michel Foucault se basaban en el despliegue de las “disciplinas” (técnicas
de encierro, técnicas intelectuales de gestión del discurso y prácticas
disciplinarias autónomas), y que tenían en el modelado del espacio su
lugar estratégico privilegiado (fábrica, cuartel, escuela, hospital, museo, etc).
A estas “sociedades disciplinarias” les corresponde por tanto, y de manera
precisa, una arquitectura, un control
y diseño del espacio como modelización de los comportamientos, los gestos, los
cuerpos y las formas de la percepción.
El museo o la sala cinematográfica son
algunos de esos lugares que han trazado el diseño de la arquitectura de la
experiencia perceptiva en el paradigma de la modernidad. En un intento de ruptura del
paradigma, Walter Benjamin supo poner en evidencia la íntima conexión del arte
y lo social en el territorio extendido del urbanismo, así como su transformación política con la "reproductibilidad técnica". A día de hoy, el paradigma está roto, pero no se sabe muy bien cómo recomponer sus piezas entre las ruinas y los reciclajes póstumos. La
museificación del arte es ya un residuo, un arcaísmo de ese paradigma moderno,
un “espacio basura” como dice el arquitecto Rem Koolhaas. Las prácticas posdisciplinarias contemporáneas salen
del museo para extenderse por el territorio, y no precisamente en el llamado
Arte Público tal como ha sido gestionado institucionalmente (esa “escultura de
rotonda” que comentan los iniciados) sino en una extensión territorial de la
práctica artística a la configuración de lo social y de su arquitectura
comunitaria.
En la actualidad, cuando la
arquitectura como disciplina se ha quedado sin trabajo (pues se han agotado los
fondos para la fiebre del ladrillo), su supervivencia depende de las nuevas
conexiones con otras disciplinas (sociología, urbanismo, geografía, ecología,
etc) y la práctica transdisciplinaria sobre
el territorio se configura como el lugar de convergencia del arte y del resto
de disciplinas modernas. En el caso específico del arte contemporáneo, es aquí
donde se ubican las “prácticas
posdisciplinarias que incluyen por igual a artistas y no artistas”, esos
proyectos implicados en procesos sociales generadores de “ecologías culturales”,
tal como los ha analizado Reinaldo Laddaga en su libro Estética de la emergencia[3].
Pues lo que llamamos "comunidad" no es algo
establecido a priori, sino algo por establecer cada vez que se produce un acto
colectivo de creación de sociabilidad. Muchos de los proyectos artísticos
emergentes convergen en la producción y despliegue de “comunidades
experimentales” de acción creativa entre actores diversos, en prácticas
colaborativas entre especialistas disciplinarios y gente común. Esta “estética
de la emergencia” sale del museo como territorio privilegiado del arte y se
extiende por el territorio geográfico y social en la creación de nuevas
comunidades de resistencia a las modulaciones del mercado global, en la configuración
colectiva de comunidades en ciernes.
El Museo como lugar de momificación y
sacralización del arte pertenece al paradigma caduco de la modernidad, que ha
perdido completamente el foco pero sigue empañando nuestra visión como una
obstinada lentilla crepuscular. Y el museo lo sabe (porque no es tonto, el
museo). De ahí que cada vez la institución artística invierta más fondos en
tratar de convertirse en un taller de
creación colectiva (veáse la proliferación de múltiples Labs adosados a los museos contemporáneos). Pero su arquitectura moderna resiste, y la compartimentación
museística sigue agitando la gloria de los espectros de la modernidad en sus sagradas
salas de exposición, cada vez más recicladas, eso sí, para intentar movilizar
una “participación” que todavía no sabe cómo distinguirse de la interactividad.
La sala cinematográfica es también una
supervivencia arcaica del santuario del cine, ese lugar en el que el “valor de
exposición” (Benjamin) está configurado por una arquitectura muy precisa de
subjetivación. Como decía Jonathan Crary en sus estudios sobre las técnicas de la
construcción moderna del espectador, también en este caso “el espectáculo no
está principalmente concernido por el hecho de mirar imágenes, sino por la construcción de las condiciones que
individualizan, inmovilizan y separan sujetos”[4]. Pero es precisamente esa
“arquitectura” de lo cinematográfico (y de lo artístico) la que está estallando
por todas partes.
Si el museo y la sala del cine eran los templos
modernos de las religiones artística y fílmica, y las galerías de arte y los
festivales cinematográficos se formaron como los santuarios minoritarios de las
sectas de iniciados, en la actualidad los espacios de exposición están
atravesando una crisis que deriva de las nuevas formas de circulación y consumo
de las imágenes. Cualquiera puede
acceder hoy desde casi cualquier parte al material artístico o fílmico, y el
arte y el cine están llamados a salir de sus claustros y a mezclarse en las tareas de creación con toda esta
“gente común”, a reconfigurar conjuntamente la percepción con los no iniciados
en sus prácticas y rituales iniciáticos.
Podríamos decir que el Museo ha extendido completamente el Mapa del Arte sobre sí mismo, y que en el caso de Occidente esto coindice exactamente con su territorio, pues su Imperio es el lugar de la máxima confusión entre lo real y la representación. Ese Museo occidental de las ruinas, los monumentos y las conmemoraciones es un Espacio Saturado, ruinoso y en cierta medida póstumo. Pero el museo lo sabe y prepara nuevas habitaciones para nuevos inquilinos, el cine entre ellos. El museo se reconfigura con ciertos trabajos artísticos capaces de ir más allá de la "crítica institucional" y de quebrar la arquitectura espectacular, recompone sus salas para dar cabida a nuevos residentes, no-artistas y no-expertos, los nuevos bárbaros que se cuelan en "aquel Imperio, donde el Arte de la Cartografía logró tal Perfección"", en esos Museos donde "perduran despedazadas Ruinas
del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos", como diríamos parafraseando a Borges. El arte y el cine contemporáneos están urgidos
a generar en su andadura nuevos espacios
de relación fílmica o artística, formas emergentes de cocreación posdisciplinaria,
rompiendo la arquitectura del museo o la sala de cine (al tiempo que evidencian la arquitectura militar-mercantil que los sotiene) para implicarse en otra
reconfiguración de los procesos sociales de percepción de lo real.
Aunque, ¿qué es real en un mundo fagocitado por las imágenes digitales, capturado por los modelos teóricos y económicos, duplicado por las representaciones sin referente? Abundando en su comentario de la fábula de Borges, Baudrillard señalaba que, de ella, “lo único que quizá subsiste es el concepto de Imperio, pues los actuales simulacros, con el mismo imperialismo de aquellos cartógrafos, intentan hacer coincidir lo real, todo lo real, con sus modelos de simulación”[5].
Aunque, ¿qué es real en un mundo fagocitado por las imágenes digitales, capturado por los modelos teóricos y económicos, duplicado por las representaciones sin referente? Abundando en su comentario de la fábula de Borges, Baudrillard señalaba que, de ella, “lo único que quizá subsiste es el concepto de Imperio, pues los actuales simulacros, con el mismo imperialismo de aquellos cartógrafos, intentan hacer coincidir lo real, todo lo real, con sus modelos de simulación”[5].
[1] Jorge
Luis Borges, “Del rigor de la ciencia”, en El
Hacedor. Obras completas I. RBA.
Barcelona, 2005.
[2] Jean
Baudrillard, Cultura y simulacro, Kairós.
Barcelona, 2002.
[3] Reinaldo
Laddaga, Estética de la emergencia, Adriana
Hidalgo Editora. Buenos Aires, 2010.
[4] Jonathan
Crary, Suspensiones de la percepción.
Atención, espectáculo y cultura moderna. Akal. Madrid, 2008.
[5] Jean
Baudrillard, Cultura y simulacro, Kairós.
Barcelona, 2002..
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