domingo, 13 de mayo de 2012

Sobre algunas pedagogías audiovisuales de la percepción


                                                           

     “Rossellini, Cine Abierto –sin literatura, sin estudio, sin dramaturgia, sin actor,  sin  maquillaje, sin técnica: apenas el hombre, el mundo- el realismo sin conexión con la pintura, poesía visual desvinculada de las reglas de composición, narrativa desvinculada  de pretensiones poéticas, texto que ignora las tradiciones teatrales    –nuevo realismo, `neo-realismo´”.
                                             Glauber Rocha

Con esas palabras describía Glauber Rocha, en un artículo de 1967[1], la apertura inaudita que percibía en el cine de Roberto Rossellini, un apunte que tomamos inmediatamente como referencia para nuestro propio Cine Abierto, conscientes de que deberemos reformular muchas cosas, a partir de esas indicaciones fulgurantes, en función de las complejidades radicalmente innovadoras del presente.

Pero debemos terminar de momento el trabajo comenzado. Como se ha terminado ya nuestro seminario sobre la “arqueología” del cine contemporáneo, queremos realizar aquí un pequeño recorrido histórico por ciertas concepciones teóricas de las nociones de realismo y representación en relación al cinematógrafo, como aporte conclusivo al material de trabajo de nuestro curso.



Con la aparición del cine, a finales del siglo XIX, el debate sobre el realismo cambia por completo los términos en los que hasta entonces se había enunciado: por primera vez una técnica de registro mostraba una relación de apariencia plenamente analógica con lo real, estableciendo una filiación directa entre “la imagen en movimiento” y su referente en el mundo visible, prolongando la establecida previamente por la fotografía. La pintura había perdido precisamente con la fotografía sus presupuestos más persistentes de “representación”, pero ahora era también toda concepción literaria del “relato”, toda historicidad de la Historia y toda comprensión “objetiva” de lo real la que mostraba una nueva y desconcertante dimensión de problematicidad: la que imponía al pensamiento la irrupción de las imágenes en movimiento.

Las discusiones teóricas en torno al “realismo” han producido desde entonces una vastísima y beligerante literatura e interminables discrepancias estéticas y políticas. La historia del realismo en el siglo XX es, a partir del cine, la historia de una disputa perenne y de un debate interminable, la geografía cambiante de posicionamientos múltiples y enconados que se han mostrado capaces tanto de abrir perspectivas inéditas ante la realidad como de clausurar su horizonte en las lecturas más planas y reduccionistas. Es posible sin duda hallar bajo la misma rúbrica “realista” desde las aspiraciones más revolucionarias de acercamiento e interrogación de lo real hasta los fanatismos propagandísticos más totalitarios. El dispositivo cinematográfico no fue, por lo demás, nunca inocente: su carácter técnico e instrumental de reproducción de lo real configuraba al mismo tiempo los avatares propios de toda construcción, revelándose desde el principio como un dispositivo productivo implicado en todas las opciones estéticas, técnicas, éticas y políticas de la creación de sentido.

El cine ha sido, desde esta óptica y desde sus comienzos mismos, una forma de interrogación extraordinariamente fértil sobre el enigma siempre vivo de lo real.


De André Bazin a Serge Daney

El cine pudo entonces ser considerado como “un arte impuro” en tanto que arte necesariamente realista, una técnica del “registro directo del mundo”, según el paradigma teórico de André Bazin, que marcó poderosamente toda la crítica cinematográfica posterior, especialmente a través de la inmensa influencia de los Cahiers du cinéma. Todos los problemas de la “moral” del cine y de las implicaciones “ideológicas” de su registro fueron, a partir de los herederos teóricos de Bazin en la revista que él mismo fundara, el campo de batalla privilegiado de una crítica cinematográfica preocupada ante todo por la problemática de la “representación”: una generación crítica para la cual la relación con el cine pasaba de manera prioritaria por el lenguaje, volviendo indisociables el destino del cine y la escritura sobre cine, la capacidad de significación de las películas y el dispositivo interpretativo del ensayo crítico. El “realismo ontológico del cine” (Bazin) se lanzaba de este modo a una interrogación permanente de lo real y de los dispositivos de su representación.



Serge Daney recogerá, desde las páginas mismas de Cahiers, la herencia baziniana para abrir el realismo cinematográfico a la dimensión de la Historia, convirtiendo al cine en el “arte del presente”. La capacidad más propia del cine es, según Daney, la de dar a ver el presente, la de mostrar una actualidad en la que deben rastrearse y revelarse las huellas de la historia, una especie de “arqueología del presente” en el sentido de Foucault. Será entonces precisamente Serge Daney el primero en empezar a cuestionar “la ilusión referencial” del cinematógrafo, quien sepa calificar la realidad de lo visual como una realidad autónoma, una realidad más bien figurativa, cuya naturaleza es antes la figuración que la analogía directa con lo real. Es en un ensayo contenido en su primer libro, La rampe (1983), donde Serge Daney habla por primera vez de lo visual, en un artículo ya publicado previamente en Cahiers: “el cine, en principio y ante todo, está en relación con lo visual. Ni el doble, ni el travestimiento escandaloso, embustero o inexacto de alguna otra cosa, lo visual ya es otra cosa, con sus leyes, sus efectos, sus exigencias. El cine que se pensaba como “registro directo del mundo” postulaba que de lo “real” a lo visual, y de lo visual a su versión filmada, se reflejaba una misma verdad al infinito, sin distorsión ni pérdida”[2].

Nos encontramos de lleno en el centro de una problemática consustancial a toda la tradición de la metafísica occidental, que Daney define como la foto-logia, una creencia que atraviesa de parte a parte la representación que Occidente se ha hecho del pensamiento y que viene a decir que “lo visible no es otra cosa que lo real” (María Zambrano designó este postulado como “la metáfora de la luz”). Para Daney, que califica en su ensayo este postulado como aquel de “la ideología dominante”, lo que por el contrario han revelado la televisión y la publicidad es que ya no es posible remitir las imágenes al registro directo de la realidad, pues se trata siempre de imágenes que dependen ante todo de su relación con otras imágenes, imágenes construidas que ya no establecen una relación inmediata con lo real sino con todos los clichés de lo ya visto y lo ya filmado. Como dice el mismo Daney, “en cuanto a las imágenes con las que continuamos alimentándonos, nos vemos forzados a admitir que su referente es apenas una “realidad” que hubiéramos experimentado, sino la experiencia imaginaria que tenemos de esas imágenes por haberlas visto en otros filmes, la costumbre que nos hemos hecho poco a poco de su espectáculo”.

No hay ya por tanto, ni puede haber desde entonces, imágenes “objetivas” del mundo, sino operaciones visuales marcadamente parciales y subjetivas condicionadas por una serie de elecciones técnicas, políticas, éticas y estéticas: “no una imagen justa, sino justo una imagen” (Godard). Algo más tarde, Daney abandona los Cahiers y se distancia de la política de la revista, que continuará profundizando en los temas de la “ideología” de las imágenes y la consideración del cine como “arte de la representación” (a partir de la dirección de Jean-Louis Comolli, que jamás abandonará estos motivos en su extraordinaria tarea crítica). Pero Daney se distancia de esta crítica de la representación, y empieza a apuntar ya una salida hacia otras formas de considerar el cine: “la representación es siempre una metáfora. Ella inscribe lo que la amenaza. Esa inscripción es un exorcismo”. A pesar de sus sucesivos cambios de perspectiva, sin embargo, Daney no renunciará nunca a las intuiciones fundamentales de Bazin, y para él seguirá siempre habiendo “un umbral más allá del cual el cine no va: el realismo”.[3]

En uno de sus últimos textos, Serge Daney realiza su esfuerzo más contundente de definición de su concepción de lo visual: “lo visual es la verificación del funcionamiento de algo. En este sentido, los clichés, los estereotipos son lo visual (…). Lo visual es a la vez leer y ver: es ver lo que se da a leer. Tal vez estemos yendo hacia sociedades que saben leer cada vez mejor (es decir, describir, decodificar, encontrar reflejos de lectura) y ver cada vez peor. Entonces, llamo “imagen” a lo que se apoya aún sobre una experiencia de la visión y “visual” a la verificación óptica de un dispositivo de poder –ya sea tecnológico, político, publicitario o militar-, procedimiento que sólo suscita comentarios claros y transparentes”.

Esta definición tardía de lo visual aparecía en un artículo publicado en la Revue d´études Palestiniennes con motivo de la primera guerra del Golfo. Años más tarde, asistiríamos perplejos a aquella memorable sesión extraordinaria del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en la que Colin Powell, provisto de un material fotográfico completamente opaco, mostrando imágenes en las que apenas se insinuaban manchas y figuras borrosas, pretendía demostrar la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, nada menos que para justificar una invasión injustificable y poner en marcha una guerra interminable. Este acontecimiento decisivo sucedía tras la muerte de Daney, y él no podía ya asistir a esta vuelta de tuerca perversa del sistema de “lo visual” que él mismo había diagnosticado: la verificación óptica (y auditiva) del funcionamiento de un dispositivo de poder extremadamente destructivo. Si “imagen” es aquello que “se apoya aún sobre una experiencia de la visión”, esa operación radicalmente subjetiva está siempre marcada y condicionada por la supuesta “objetividad” instrumental de los dispositivos de poder y sus aparatos de representación: la banda de sonido y sus estrictas consignas de lenguaje.

Esta constatación parece venir a confirmar la decisiva cesura que Gilles Deleuze había percibido en el cine moderno, y que lo calificaba como el artífice de una “pedagogía de la percepción”: la separación radical de lo audio y lo visual. Lo Audio-Visual, para Deleuze, marca el destino del cine al evidenciar que se trata, no de un lenguaje, sino de la relación que se establece en la pantalla entre las imágenes y el lenguaje. Entre la completa opacidad de las imágenes que muestra Colin Powell y el lenguaje que él utiliza para explicarlas algo ocurre de decisivo: una cierta pedagogía de la percepción que ha venido a insertarse directamente en la vida y en la realidad, una escritura de la realidad en estrecha y decisiva intimidad con nuestra propia vida (y con la administración de la muerte). 




La prolongación en el pensamiento de Deleuze

El cine no es ya para Deleuze un arte de la “representación” (el principal dispositivo de poder en el seno del pensamiento según el filósofo francés): el cine no representa nada, sino que más bien pone en juego las condiciones mismas de cualquier representación. El cine no representa sino que presenta una imagen viva del pensamiento: lo que ocurre entre las imágenes (ópticas y sonoras) y las formas lingüísticamente codificadas de la representación. El cinematógrafo no es en sí mismo una máquina significante, sino más bien el depositario de un sentido que le viene siempre de afuera: aquello que ocurre entre el lenguaje como “transmisor de consignas” y las imágenes (ópticas y sonoras) que funcionan como signos al enfrentarse a una operación de lectura, que articulan el sentido al entrar en relación con el lenguaje y con otras imágenes. Dice Deleuze del cine: “Aunque posea elementos verbales, no es una lengua ni un lenguaje. Es una masa plástica, una materia a-significante y a-sintáctica, una materia que no está formada lingüísticamente. No es una enunciación ni un enunciado. Es un enunciable” [4].

Ese enunciable que es el cine no es por tanto ya, en profundidad, ni expresión de una “ideología” ni técnica de “representación”: en él no se establecen articulaciones de lenguaje sino relaciones entre imágenes, y es nuestro lenguaje ideológico de la representación el que viene a chocar con esa “masa plástica” en un esfuerzo de despotismo significante por dotar de sentido un universo en el cual el fondo de toda imagen es ya otra imagen. El pensamiento es ante todo imagen (la herencia bergsoniana de Deleuze) y las relaciones entre imágenes son susceptibles de una semiótica generalizada de la realidad (taxonomía de los signos de lo real que Deleuze realiza basándose en la semiótica de Pierce y en las intuiciones de Artaud y Pasolini). En este solapamiento constante del lenguaje significante sobre las imágenes a-significantes, en ese universo de clichés que nos impiden literalmente ver una imagen, el cine se revela como aquello capaz de desactivar los clichés y hacer delirar las significaciones flotantes. El cine, una vez alcanzada la madurez, presenta en vez de representar, hace presente el pensamiento al poner en juego las relaciones múltiples entre las imágenes y el lenguaje, los códigos y las representaciones.

El cine, para Deleuze, desde entonces, no puede representar ya la realidad, sino que la produce con sus propios medios. El cine es pensamiento en acto, imagen viva del pensamiento. “No un pensamiento hecho, sino un pensamiento que se hace” (Antonioni). Esa producción de realidad es también producción de lo imaginario, y es precisamente en su nexo de indistinción (propio de la modernidad fílmica) donde la realidad es plenamente restituida por el cine. Deleuze cambia de esta manera por completo los términos del problema de lo real en el cinematógrafo, desplazando enteramente el supuesto privilegio concedido hasta entonces a la representación, y es a partir de ahí el primero en hacer una apelación directa a la creencia como el modo fundamental de nuestra relación con el mundo y con la realidad a través del cine.

Al principio del primer capítulo de La imagen-tiempo, en relación a Bazin y el neorrealismo, Gilles Deleuze escribe: “Ya no se representaba o reproducía lo real sino que “se apuntaba” a él. En vez de representar un real ya descifrado, el neorrealismo apuntaba a un real a descifrar, siempre ambiguo”[5]. De este modo, y desde el principio mismo de su libro, Deleuze pone en cuestión los dos tópicos mayores de la teoría del cine: la que lo aborda desde la óptica de la “representación” y aquella que privilegia el elemento de la “reproducción”. Lo real ni se representa ni se reproduce en el cinematógrafo, y esto porque lo real, según Deluze, no está dado de antemano. Lo real también se produce. Es el cine mismo el que “apunta a lo real” al convertirse en una fábrica de producción activa del pensamiento, tanto desde el punto de vista de un constructivismo que le es consustancial (lo real es algo que está por hacer a partir de lo dado), como desde la perspectiva de una aprehensión y creación poética que, en palabras de José Ángel Valente, es una tarea “de invención, es decir hallazgo de la realidad”[6].

La gran apuesta y la gran ruptura teórica de Deleuze consiste en dejar de considerar lo fílmico como un trabajo de representación para presentarlo como un proceso producción de realidad, proceso de desciframiento que se muestra capaz de “reproducir los mecanismos del pensamiento[7]. Para Deleuze esta ruptura teórica se opera a partir de un cambio en el estatuto de las imágenes cinematográficas: ese cambio decisivo que supone el advenimiento de la imagen-tiempo.



La irrupción de la imagen-tiempo en el neorrealismo

A partir de la emergencia del neorrealismo italiano, Deleuze detecta la irrupción generalizada de lo que él llamó la imagen-tiempo (y otros han denominado la “modernidad” fílmica). Para Deleuze esta emergencia se basa en “la ruptura del vínculo sensoriomotor” que inauguran las películas neorrealistas, y muy especialmente las de Rossellini. Pero, ¿cuál es este vínculo? Se trata del vínculo causal de acción-reacción que conduce la narrativa clásica de la “imagen-acción”. El encadenamiento de las imágenes fílmicas en función de pautas de acción y reacción constituye el “esquema sensoriomotor” que se rompe con el cine de la videncia neorrealista. Y es que, de pronto, los personajes de Rossellini no pueden reaccionar ante la realidad, no pueden encadenar sus acciones en una causalidad líneal, sensoriomotriz, pues quedan superados por una realidad que es demasiado grande e incomprensible: la realidad de la destrucción y el horror ocasionados por la II Guerra Mundial.

Al romperse ese vínculo causal en el comportamiento de los personajes, éstos acceden a una relación nueva con lo real: el acceso a “situaciones ópticas y sonoras puras”, en las cuales todo lo que está en juego es un asunto de percepción sobre la realidad circundante. En esa nueva modalidad perceptiva que el cinematógrafo pone en marcha a partir de la imagen-tiempo, lo que está en juego de manera fundamental es la lucha contra el tópico (visual y auditivo). Y es que “un tópico es una imagen sensoriomotriz de la cosa”, dice Deleuze. Que añade: “de ordinario no percibimos más que tópicos. Pero si nuestros esquemas sensoriomotores se descomponen o se rompen, entonces puede aparecer otro tipo de imagen: una imagen óptica-sonora pura”[8]. Esa es precisamente la operación del cine de videncia del neorrealismo.

La imagen-tiempo tendrá en el pensamiento de Deleuze unos desarrollos complejos que deberemos analizar en otro momento (las rupturas de continuidad espacio-temporal, la generalización de los falsos raccords, la auto-temporalización de la imagen, la relación de lo real y lo virtual en la imagen-cristal, etc) pero ahora nos interesa indagar en esta ruptura perceptiva inaugural, casi una ruptura epistemológica: “la situación puramente óptica y sonora despierta una función de videncia, a la vez fantasía y atestado, crítica y compasión, mientras que las situaciones sensoriomotrices, por violentas que sean, se dirigen a una función visual pragmática que “tolera” o “soporta” prácticamente cualquier cosa, desde el momento en que participa de un sistema de acciones y reacciones”[9]. El cine de videncia, por su parte, está hecho para percibir de otro modo, para impugnar el tópico y poner en cuestión aquello que nos resulta intolerable y que ninguna imagen puede justificar: “captar lo intolerable o lo insoportable, el imperio de la miseria, y con ello hacerse visionario, hacer de la visión pura un medio de conocimiento y acción”. El cine, desde entonces, ya no es una empresa de “reconocimiento” sino de conocimiento, “ciencia de las impresiones visuales que nos obliga a olvidar nuestra lógica propia y nuestros hábitos retínicos” (J.M.G. Le Clézio).

Esto es lo que el cine de Rossellini, en sus primeras películas, mostró al romper con las codificaciones establecidas por el cine clásico y “abrirse a la heterogeidad del mundo”, según la expresión de Alain Bergala, que explica que “Rossellini experimenta por necesidad otra forma de hacer cine porque no puede hacer literalmente nada con las reglas de la dramaturgia y de la representación clásicas para dar a ver la relación de sus personajes con el mundo y con los demás en su dimensión de escándalo ontológico. Rossellini se ve obligado a intentar, por sus propias necesidades, un cine de la conmoción, del enfrentamiento con lo real, de lo heterogéneo, de la discontinuidad entre la figura y el fondo, un cine de la inmovilidad y de la repetición aparentes, una nueva dramaturgia subterránea de la latencia”[10].   

Es por la propia presión de la realidad circundante y su necesidad de enfrentarse a ella de otra manera que Rossellini establece una ruptura con las reglas de la dramaturgia y la narrativa clásicas y abre una brecha en la realidad fílmica por la que habría de transitar todo el cine de la modernidad. Estas supuestas “reglas” constituyen ese paradigma normativo del cine que dura hasta hoy y al que nos hemos referido en anteriores artículos. Esas reglas o codificaciones de la representación normativa del cine convencional (heredero del cine clásico) son definidas por Alain Bergala diciendo que “se basan en el postulado inverso de un universo ficticio homogéneo, cerrado en sí mismo, que obedece al principio de unión y de progresión dinámica de los acontecimientos, y que descansa sobre una relación de integración entre la figura y el fondo”[11]. La perfecta homogeidad de este universo autárquico del cine clásico se ha convertido en el paradigma del cine convencional, “que fabrica sus propias dimensiones y sus propios límites, y que dispone de su tiempo, su espacio, su población, su colección de objetos y sus mitos" (Roland Barthes).

Cuando este “esquema sensoriomotor” de “unión y progresión dinámica de los acontecimientos”, con sus relaciones causales de acción-reacción y sus reglas de continuidad de una imagen-acción generalizada se habían convertido en el paradigma clásico del cine, aparece un cineasta que, como dice Glauber Rocha, “subvierte la estética de la ilusión por la estética de la materia”. Y el cineasta brasileño añade que “Rossellini es el primer cineasta que descubre la cámara como instrumento de investigación y reflexión”[12].




Algunos interrogantes sobre lo digital

A partir de esta deriva de paradigmas teóricos, y con la consolidación y perfeccionamiento de la imagen digital en este nuevo siglo, podemos decir que todo cine que siga asignándose como tarea la interrogación de lo real, todo cine que siga considerando la realidad como su materia prima fundamental y su punto crítico de producción, se presenta necesariamente como post-realista. Con la imagen de síntesis informática se pierde para siempre lo que André Bazin llamaba “el realismo ontológico del cine” (es decir su necesaria adscripción a aquello que de real se presentaba ante la cámara, su relación analógica con su referente) para acceder a un mundo en que cualquier imagen puede ser creada digitalmente, ajena a todo referente en el mundo visible (y a eso se le ha denominado, erróneamente, “virtualidad”). El cine cambia desde entonces su relación privilegiada con lo real al perder de pronto su universo de referencia (lo visible) y accede a nuevas relaciones ontológicas con el mundo que están todavía por determinar.

A partir del momento en que la realidad es directamente producible desde la completa abstracción de los códigos informáticos, cuando la génesis de la imagen ha perdido por completo su referente en el mundo visible, cualquier aspiración “realista” del nuevo cine ya no puede apelar a la “ontología de la imagen fotográfica” (Bazin) sino que pasa necesariamente por su capacidad para interpelar nuestra creencia, para activar y revelar los mecanismos de nuestra creencia en el mundo y nuestras relaciones con lo visible (y lo invisible). Lo que nos hace falta no son nuevos modos de representarnos el mundo, sino medios para creer en él tal y como lo percibimos, más allá o más acá de cualquier representación.

¿Cuáles son, en la actualidad, las tareas de un nuevo “cine de lo real”? Dejamos en suspenso de momento esta cuestión…
  


[1] Glauber Rocha, La revolución es una eztétyka, Caja Negra Editora, Buenos Aires, 2011.
[2] “Sobre Salador (cine y publicidad)”, Serge Daney en Cine, arte del presente, Santiago Argos editor, Buenos Aires, 2004.
[3] En la entrevista filmada por Regis Debray, Serge Daney, Itinéraire d´un ciné-fils.
[4] Gilles Deleuze, La imagen tiempo. Estudios sobre cine II. Paidós comunicación. Barcelona. 1986.
[5] Ibídem.
[6] José Ángel Valente, Las palabras de la tribu, Tusquets editores, Barcelona, 2002.
[7] Gilles Deleuze, Conversaciones, Ed. Pre-textos, Valencia, 1995.
[8] Gilles Deleuze, La imagen tiempo. Estudios sobre cine II. Paidós comunicación. Barcelona. 1986.
[9] Ibídem.
[10] Alain Bergala, prólogo a Roberto Rossellini, El cine revelado, Ed. Paidós, Barcelona, 2000.
[11] Ibídem.
[12] Glauber Rocha, La revolución es una eztétyka, Caja Negra Editora, Buenos Aires, 2011.

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