Transcribimos aquí un fragmento de un artículo que publicamos en septiembre de 2012 en la revista Q Quaderns d´Educació Contínua, concretamente en el número 27 de esta publicación del CREC (Centre de Recursos i Educació Contínua), dedicado a "entorns multimèdia, aprenentatge col.laboratiu i formació de persones adultes".
Lo que aquí publicamos ahora es un fragmento de ese artículo que puede encontrarse íntegro, junto al resto de la revista, en la web del CREC: http://www.crec.info/#/externalSwf-00
1. Hacia una nueva concepción de la comunicación.
Una
de las claves fundamentales para entender las transformaciones actuales del
conocimiento se encuentra en los nuevos procesos cognitivos, perceptivos e
intelectivos operados por las llamadas TIC (tecnologías de la información y la
comunicación). Los llamados “nuevos medios” de acceso, de distribución y de
producción del conocimiento están ocasionando una auténtica ruptura epistemológica en la cultura
global. El desarrollo de estas nuevas
técnicas de información y comunicación sigue siendo inseparable de los
laboratorios de tecnología militar, como el desarrollo de Internet lo es de las
investigaciones del ejército de los EE.UU, mientras por otra parte las ramas
del árbol del conocimiento son cada vez más diversas y están más
especializadas, mercantilizadas, empresarializadas. Mientras las instituciones
ya empresariales de las Universidades
contemporáneas quieren quitarse de encima a toda costa la molesta crítica
filosófica y su continuado cuestionamiento epistemológico, los “conceptos” son
asimilados por las agencias de publicidad, que junto a los estrategas militares
y las multinacionales de telecomunicaciones se encargan ahora de gestionar la realidad
operatoria de la llamada “comunicación” contemporánea.
Es
necesario por tanto analizar el estado del conocimiento
mismo, vinculado desde siempre a los medios efectivos de comunicación de cada
formación social e histórica. Resulta fundamental, así, hacer una revisión
profunda del concepto mismo de “comunicación”, concepto capturado por el
vocabulario tecnocrático, publicitario y periodístico, en su papel decisorio de
las políticas de estados y agencias colaterales de la gobernanza global, y a
partir del cual los “nuevos medios” se configuran como poderos instrumentos de
control social y mercantilización integral de la vida de las poblaciones
humanas. Nuestra indagación se desarrolla entonces en torno al concepto de
“comunicación” y pretende encontrar criterios ecológicos válidos para la
producción y circulación del conocimiento contemporáneo, transformando los usos
políticos y económicos de los “nuevos medios” en operadores de una
reconfiguración posible de la diversidad epistémica, como armas intelectuales
de resistencia de los conocimientos excluidos e instrumentos para una nueva
cartografía de la “inteligencia colectiva”. Como dice Pierre Lévy, “la
invención de nuevos procedimientos de pensamiento y de negociación que pueda
hacer surgir verdaderas inteligencias
colectivas se plantea con particular urgencia. Las tecnologías
intelectuales no ocupan un sector como cualquier otro de la mutación
antropológica contemporánea; son potencialmente la zona crítica de ellos, el
lugar político”[1].
Lo
que Lévy llama “tecnologías intelectuales” son precisamente los “nuevos medios”
de información y comunicación, que afectan de manera integral a los procesos de
la inteligencia contemporánea. Uno de los retos de esas “sociedades del
conocimiento” que pretenden ser las nuestras, el punto crítico de la política
global contemporánea, se presenta como la movilización colectiva del proceso
comunicativo capaz de generar instrumentos integradores de ámbitos de
conocimiento diversos, la concepción y legitimación de una nueva epistemología
que se muestre eficaz en el reconocimiento y la validación de las formas de
producción de conocimiento que, sin ser académicas, participan de formas
culturales dinámicas y de transformaciones sociales efectivas. Esa nueva
formación epistemológica que nos es contemporánea opera por nuevos modos de
comunicación del pensamiento colectivo, pero “no poniendo su destino entre las
manos de algún mecanismo pretendidamente inteligente, sino produciendo
sistemáticamente las herramientas que le permitan constituirse en colectivos
inteligentes” (Pierre Lévy).
El
mismo Lévy nos recuerda en su libro que la etimología de “inteligencia” (inter legere) denota el sentido de
“trabajar en conjunto, como punto de unión no sólo de ideas sino también de
personas, construyendo la sociedad”. La etimología es un instrumento muy útil
para la indagación epistemológica, y en el caso de la comunicación resulta especialmente reveladora. En La nueva comunicación[2], libro dedicado a
“la Universidad Invisible” que se generó en los años sesenta alrededor de la
Escuela de Palo Alto (de la que fueron miembros Gregory Bateson, Erving
Goffman, Paul Watzlawick, etc),
Yves Winkin explica que según su etimología latina, “communicare” significaba
originariamente “participar en común” y “poner en relación”. Esta participación
común originaria del sentido de “comunicar” estaba también muy cerca de una
puesta en relación de los cuerpos en “comunión”. En la lengua francesa, communier tenía además hasta el siglo
XVI el sentido de “propietario en común”. En la lengua inglesa también el
sentido de “communication” (con idéntica raíz latina) hizo referencia durante
siglos a la participación común y la puesta en relación, y a finales del siglo
XV la palabra inglesa se convierte también en el objeto que se participa comunitariamente, así como en el XVII en el
medio para proceder a esa
participación.
En ese
mismo siglo, en Francia, “comunicar” comienza a significar también transmitir (una enfermedad o una
virtud). Ya en el siglo XVIII, con el desarrollo de los medios de transporte,
el término se generaliza en toda Europa y los nacientes EE.UU para hacer
referencia a carreteras, canales y los primeros ferrocarriles. Los sentidos de
“participar” y “compartir” se desplazan entonces progresivamente, sobre todo a
partir de la Revolución Industrial, a los usos centrados en el sentido de
“transportar” y “transmitir”. Desde el primer tercio del siglo XX el término
“comunicar” se verá absorbido por los usos dominantes de la industria de la
prensa, el cine, la radio y más tarde la televisión, que han olvidado la
referencia a la participación común y han inventado nuevos medios de transporte
del sentido, poniendo el énfasis del significado comunicativo en la transmisión (de consignas, de noticias,
de personas o mercancías).
Este
“olvido” de lo comunitario ha llegado al extremo de hacer que las empresas de
publicidad y las grandes industrias de la conciencia gobiernen en nuestro
tiempo el ámbito de la llamada “comunicación”. La tergiversación del sentido
original de “comunicar” ha ocasionado también que la teoría contemporánea de la
comunicación sigua basada en esta concepción de “transmisión o transporte” de
mensajes (así como cuerpos y mercancías), y que se constituya más como ciencia
del control, de la velocidad y la persuasión que como estudio de las
dimensiones comunicativas integrales y compartidas de la humanidad. Según todas
las evidencias sociológicas y antropológicas, sin embargo, los nuevos medios de
comunicación condicionan de manera fundamental las dimensiones cognitivas,
perceptivas e intelectivas de las personas: no se limitan en absoluto a
transmitir mensajes sino que configuran de manera decisiva la “arquitectura”
del conocimiento posible que contienen.
Eso
es lo que quería decir Marshall McLuhan al enunciar que “el medio es el
mensaje”. Lo que en los nuevos medios está en juego no es tanto una cuestión de
“contenidos” de conocimiento sino una formalización y una modelización de los medios efectivos para la pragmática del
aprendizaje y del conocimiento. La cuestión del conocimiento corresponde de
manera esencial a las formas prácticas de la comunicación: las problemáticas
educativas del “compartir” y de la propia “socialidad” como conjunto de
significaciones, instituciones y actitudes compartidas. Estas problemáticas
están vinculadas, por otra parte, de manera fundamental con las aporías de la llamada
“propiedad intelectual”, que no sólo se refiere a los productos culturales y a
la mercantilización generalizada de la cultura, sino más decisivamente a las
patentes de la biotecnología y a las luchas propietarias de las multinacionales
por monopolizar el patrimonio genético de la humanidad y de la entera
naturaleza. Es por tanto necesaria una renovada epistemología de los nuevos medios de comunicación para poner en
evidencia, teórica y pragmáticamente, que la comunicación no puede reducirse a
la concepción “industrial” de la transmisión
de contenidos sino que debe ser reelaborada en función de la pluralidad de
medios capaces de construir una efectiva posibilidad de compartir y participar en común el conocimiento.
Pero
no es un simple desplazamiento semántico y etimológico lo que puede validar una
nueva concepción de la comunicación. Es necesario contrastar la significación
de las palabras con sus transformaciones históricas, con los modelos científicos
de comprensión de los cambios sociales y con las transformaciones tecnológicas.
En los años cuarenta del siglo XX, Claude Shannon enunció la “teoría matemática
de la información”, que se convirtió en el paradigma dominante de las ciencias
humanas para la comprensión de los fenómenos sociales comunicativos. El modelo
matemático de Shannon era puramente lineal: se trataba de una teoría de la
transmisión de mensajes de un punto a otro. Tal vez influido por los intereses
de la empresa en la que trabajaba (era ingeniero de la compañía Bell Telephone), Shannon elaboró un modelo telegráfico de la información y
la comunicación, con la intención de optimizar la velocidad de la transmisión
de mensajes en base a un esquema lineal de elementos “aislados”, que influiría
decisivamente en los modelos de la lingüística (por ejemplo en Roman Jacobson y
en toda la antropología estructural). En la misma época en que Shannon elaboró
su teoría matemática, Norbert Wiener, otro ingeniero, a partir de unos estudios
de balística para el ejército norteamericano, reconoce el principio de feedback o “retroacción” como la clave
esencial de la “cibernética”. Esta nueva ciencia del “pilotaje” (kybernetes significa piloto o timón) o
“ciencia del control y la comunicación en el animal y la máquina” es inaugurada
oficialmente por Wiener en 1948 con su libro Cybernetics. El modelo comunicativo de Wiener es circular
(retroactivo) y en él todo “efecto” retroactúa sobre su causa, todo proceso de
comunicación se retroalimenta circularmente según el principio del feedback.
Este
modelo no-lineal sino circular de la comunicación dio origen a toda una serie
de cuestionamientos muy fecundos en las ramas alternativas de la psiquiatría y
en las investigaciones biológicas, aunque fue desatendido en las teorías
dominantes de la comunicación hasta la generalización del modelo comunicativo
de las “redes” a partir de Internet. El principio cibernético de Wiener y el
desarrollo de los modelos computacionales de comprensión de la realidad están
sin embargo en el origen de las llamadas “ciencias cognitivas”, aparecidas en
EE.UU en los mismos años cuarenta. Este es uno de los momentos decisivos de la
separación radical con la filosofía operada por las ciencias en el siglo XX,
pues lo que hasta entonces correspondía a la epistemología, a la filosofía de
la ciencia o a la teoría del conocimiento, empieza a constituirse en una
ciencia empírica específica llamada ciencia cognitiva y encargada de “conocer
el acto de conocer” en base a criterios experimentales y “científicos”[3].
La
nueva ciencia cognitiva se sitúa en la encrucijada de diversas disciplinas (la
neurología, la biología, la psicología, la lingüística, la antropología) pues
su campo de estudio es la “cognición”, el conocimiento no como estado o
contenido, sino como actividad. La hipótesis cognitivista dominante se define
desde entonces por la creencia en que la cognición puede definirse como la computación de representaciones
simbólicas, y que su estudio es inseparable de las tecnologías cognitivas
informáticas y del progreso de los ordenadores, de las máquinas de pensar que
supuestamente reproducen las actividades mentales. Como explican Mattelart y Mattelart, “La
inteligencia artificial (IA) será su proyecto literal. En el centro de la
hipótesis cognitivista, la noción de representación
induce una manera de comprender el funcionamiento del cerebro como dispositivo
de tratamiento de información que
reacciona de forma selectiva ante el entorno, ante la información que le llega
del exterior. La inteligencia artificial considera la organización de lo vivo
como un sistema abierto en constante interacción con ese entorno en base a
constantes inputs y outputs”.
Sin
embargo, dos biólogos y neurocientíficos chilenos, Humberto Maturana y
Francisco Varela, refutan en los años setenta esta concepción del sistema
informativo abierto desarrollando la idea de “autopoiesis” y de “sistema
autopoiético” (del griego autós, uno
mismo, y poieîn, producir). Los
sistemas vivos son concebidos por Maturana y Varela como sistemas cerrados de organización en redes no-lineales
capaces de autoproducir constantemente su organización en función de su
interacción con los elementos externos. Desde las redes neuronales a las redes
globales de intercomunicación de los sistemas vivos, el funcionamiento de cada
sistema singular es autopoiético, sin dejar por ello de estar comunicado con el resto de sistemas
vivientes en una red de interdependencias estructurales complejas.
Para
Maturana y Varela, el pensamiento no puede ser reducido a la representación, ni el funcionamiento del
cerebro al procesamiento de información, pues ambos mecanismos están conectados
con los procesos complejos de la emoción y
la forma particular en que los sistemas autopiéticos se interconectan en la
actividad cognitiva específica de cada singularidad viviente. “Los sistemas vivos son sistemas cognitivos”,
escribe Maturana, “y la vida como proceso
es un proceso de cognición”. Todos los cambios de los sistemas vivos son
así actos de cognición. Al interactuar los sistemas vivientes autopiéticos y
cerrados sobre sí con los cambios exteriores, lo que se produce es “el alumbramiento de un mundo” como
proceso cognitivo conjunto. La cognición no es la “representación” de un mundo, sino el proceso viviente que “da a luz
un mundo” nuevo. Las interacciones de todo sistema vivo con su entorno son
interacciones cognitivas y el proceso de vida mismo es un proceso de cognición
en el que se crean sin cesar una
diversidad de mundos de los que compartimos partes o secciones parciales.
Las
implicaciones científicas, sociales y culturales de la llamada teoría de
Santiago de la cognición, elaborada por Humberto Maturana y Francisco Varela,
son inmensas, así como las rupturas epistemológicas que ocasionan con la
tradición “representativa” del pensamiento occidental. Pero más que nunca esta
Teoría Cognitiva de Santiago (de Chile) parece adecuada para abordar el nuevo
paradigma comunicativo de las “redes sociales” y sus formas de producción y
distribución del conocimiento. Maturana y Varela escriben: “Un sistema
autopiético está organizado como una red de procesos de producción de
componentes que con sus transformaciones y sus interacciones a) regeneran continuamente la red que
los ha producido, y b) constituyen el
sistema en cuanto unidad concreta en el espacio en que existe, especificando el
campo topológico en que se realiza como red”[4].
Esta
definición de autopoiesis constituye un patrón general de organización común a
todos los sistemas vivos, cualquiera que sea la naturaleza de sus componentes.
Se trata así de una red sistémica de procesos de producción, en la cual la
función de cada componente es participar en la producción o transformación de
otros componentes de la red. Toda la red “se hace a sí misma” continuamente, es
producida por sus componentes y, a su vez, los produce y los singulariza. Como
dicen Maturana y Varela, “en un sistema
vivo, el producto de su operación vital es su propia organización”. Y una
característica fundamental de los sistemas vivos es que su organización
autopiética incluye decisivamente la creación topológica de un perímetro que
especifica el territorio existencial de las operaciones de la red y define el
sistema como una singularidad cerrada sobre sí, en relación de interacción e
interdependencia compleja y “rizomática” con la “red de redes” que es el
conjunto de los sistemas vivos en su totalidad.
La
aplicación de una idea tan fecunda en el análisis de los sistemas sociales fue
desarrollada por el sociólogo Niklas Luhmann, quien identificó los procesos
sociales de la red informacional como procesos de comunicación autopoiética:
“Los sistemas sociales usan la comunicación como su modo particular de
reproducción autopiética. Sus elementos son comunicaciones que son… producidas
y reproducidas por una red de comunicaciones y que no pueden existir fuera de
dicha red”[5]. Pero
este desplazamiento de un modelo biológico a otro sociológico genera problemas
múltiples (y el propio Maturana estuvo en desacuerdo con él) y nos contentamos
con quedarnos algo más acá y encontrar una nueva definición de lo que significa
la “comunicación”. En su libro El árbol
del conocimiento, Maturana y Varela explican que “la comunicación no es
transmisión de información, sino más bien una coordinación de comportamiento entre organismos vivos a través del
acoplamiento estructural mutuo”[6].
Lo
que Humberto Maturana señalará en otra parte como la entrada en juego del
lenguaje (o del “leguajeo”, como él dice), es el momento en que se produce “una
comunicación sobre la comunicación”. Es decir que los significados, mensajes y
códigos no entran en escena hasta que no existe un acto comunicativo, lingüístico,
que comunica algo sobre el propio medio de comunicación. La observación
experimental en biología permite limitar ese modelo lingüístico de la
comunicación a un ámbito muy reducido y específico (el de los intercambios
lingüísticos) en el cual los famosos “mensajes”, su sentido profundo, serían
nuevas formas de operar sobre el medio comunicativo mismo, mientras que la
comunicación como tal es una operación mucho más amplia y omniabarcante:
una coordinación de comportamiento mediante interacciones mutuas recurrentes, o
“acoplamiento estructural mutuo”, que produce efectos plásticos, de
movimientos, sonoridades e imágenes vivas en la creación de nuevos mundos
compartidos.
Maturana
no recurre sin embargo a la etimología, sino que atestigua precisamente que las
descripciones semánticas de la comunicación como proceso de “transmisión de
información” no son más que proyecciones del observador humano. La coordinación
del comportamiento implicada en la comunicación real de los sistemas vivos
queda así determinada no por el ámbito de los significados, sino por la
autopoiesis coordinada de actitudes y comportamientos. Para Humberto Maturana,
el significado y las articulaciones semióticas no se presentan más que en un
estadio secundario de la comunicación, cuando aparecen instancias de
“comunicación sobre la comunicación”, instancias de lenguaje que transforman el
propio medio comunicativo. Eso es precisamente el lenguaje humano, una especie
de “metacomunicación” semiótica sobre las situaciones de dependencia comunicativa
o los procesos de coordinación del comportamiento en ámbitos cada vez más
complejos de interacción e interdependencia.
Pero
remitiéndonos a la etimología, en este caso a la de la palabra francesa communier,
podríamos distinguir algo como una función de COMUNIACIÓN:
esa instancia que posibilita “participar en común” y “poner en relación”,
instancia de comunicación integral que remite a la efectividad de ser
“propietario en común” del conocimiento. La comprensión de la comunicación
podría pasar así de los términos semióticos y representativos (transmisión de
información en virtud de códigos sujetos a significados) a una concepción plástica
y ontogenética (es decir, de desarrollo e invención), donde lo
decisivo es la posibilidad de una coordinación de comportamientos en la
producción de actitudes comunes y efectos plásticos compartidos (sonidos,
movimientos, imágenes), una COMUNIACIÓN como “autopiesis” comunicativa
comunitaria, como “participación en común” en las interacciones recurrentes
capaces de coordinar los comportamientos y los sentidos, como “puesta en
relación” efectiva de esa creación de mundos en que consiste toda cognición.
En
el prólogo a La nueva comunicación, explicaba Yves Winkin que, para los
miembros de la llamada Universidad Invisible, "la comunicación es un
proceso social permanente que integra múltiples modos de comportamiento: la
palabra, el gesto, la mirada, la mímica, el espacio interindividual, etc. No se
trata de establecer una oposición entre la comunicación verbal y la
"comunicación no verbal": la comunicación es un todo integrado. (...).
Según ellos, la complejidad de la menor situación de interacción es tal, que es
vano querer reduccirla a dos o tres "variedades", trabajando de
manera lineal. Es preciso concebir la investigación de la comunicación en
términos de niveles de complejidad, de contextos múltiples y de sistemas
no-lineales. (...) En este sentido podríamos hablar de un modelo
orquestal de la comunicación, por oposición al "modelo
telegráfico". El modelo orquestal, de hecho, vuelve a ver en la
comunicación el fenómeno social que tan bien expresaba el primer sentido de la
palabra, tanto en francés como en inglés: la puesta en común, la
participación"[7]....la COMUNIACIÓN.
2. Hacia una ecología de la cultura
global.
Las
implicaciones de esta nueva perspectiva de la “comunicación” en las evidencias
biológicas expuestas por Maturana y Varela nos conducen directamente a una
concepción necesaria de lo que llamaría una Ecología de la Cultura Global.
Félix Guattari, en su libro Las tres
ecologías[8], definió el ámbito
de la “ecosofía” como el de la implicación común, la interdependencia recíproca
y la comunicación multinivel de la ecología
mental, la ecología social y la ecología medioambiental. Estos tres
ámbitos definirían la integración ecológica que requiere la cultura global como
sistema vivo, y que Guattari llevó más lejos y a mayores niveles de complejidad
en su obra Caosmosis.
Por
otra parte, la definición de Marshall McLuhan de la cultura como un “orden de
preferencias sensoriales”[9], nos
impediría en todo momento considerar que una determinada cultura está más
desarrollada que otra, o que las diversas culturas se escalonan en una serie
necesaria de evolución hacia la forma civilizatoria propuesta e impuesta por el
modelo occidental. Una cultura indígena no está en ningún sentido más atrasada
que la cultura de los europeos o los norteamericanos: ella ha establecido su
propio “orden de preferencias sensoriales”, y en función de criterios
estrictamente ecológicos de eficacia
técnica y productividad no acumulativa se encuentra en niveles óptimos de su
propio desarrollo y del desarrollo de su propio medio, en un territorio
existencial en el que la economía y la ecología se muestran como
epistemológicamente inseparables. Las comunidades indígenas tienen sus propios
criterios de conocimiento que son tan válidos como los de los laboratorios más
avanzados de biotecnología, o ciertamente lo son mucho más en función de la
necesaria epistemología ecológica que debería empezar a determinar la validez y
legitimidad de los conocimientos globales en una coordinación comunicativa
sistémica de comportamientos que no puede basarse sino en criterios ecológicos de legitimación.
En
la misma línea evaluativa, podríamos poner en jaque también a la supuesta
superioridad cultural en función del desarrollo tecnológico, pues éste no
asegura ningún desarrollo comunicativo. El perfeccionamiento tecnológico no
implica ningún avance de comunicación ni "civilizatorio" por sí
mismo, mientras que, por su parte, las culturas indígenas tienen un desarrollo
mucho mayor de la comuniación que la
cultura occidental globalizada. Conviene recordar también a este respecto los
trabajos del antropólogo Pierre Clastres, quien en numerosos artículos supo
señalar que el supuesto “atraso” tecnológico de las culturas indígenas no se
debe a ninguna carencia en el orden del conocimiento, sino más bien a
significativas opciones políticas adoptadas
por estas comunidades para asegurar su propia ecología cultural. Y es que el
desarrollo tecnológico está necesariamente asociado a una acumulación económica
de recursos que instituye las desigualdades en el orden interno de la sociedad,
ya que genera la aparición de una instancia de apropiación de dichos recursos
en forma de un poder político separado del
grupo, de una institución separada que se asegura la captura de los recursos
ejerciendo su dominación política sobre el conjunto de la sociedad. Sin
embargo, en numerosas tribus amazónicas y comunidades indígenas de América, según
muestra Clastres, el pensamiento indígena conjura precisamente el peligro de la
desigualdad y de la institución de un orden de dominación renunciando
conscientemente al desarrollo de las tecnologías y a la acumulación económica[10].
En
cualquier caso, desde un ámbito cultural estrictamente occidental, podemos
indagar de nuevo en la etimología de estas palabras que parecen
irreconciliables según el modelo de crecimiento insostenible impuesto por
nuestra civilización: la economía y la ecología. Ambas provienen de la raíz
común del prefijo eco en su acepción
griega originaria: oikós, que
significa casa, bien doméstico, hábitat, medio natural. De esta raíz común, la
economía compone su ámbito semántico con nomos,
que quiere decir “ley”, mientras que la ecología se compone con logos, que es el ámbito del conocimiento, de la ciencia, del lenguaje, de la
sabiduría implicada en cada ámbito humano. Observamos entonces que la economía
es la ley impuesta sobre el hábitat y el medio natural, la convención
arbitraria encargada del reparto de las propiedades, los territorios y los
recursos según una distribución de fuerzas “legales” impuestas, mientras que la
ecología es la ciencia de ese mismo hábitat y medio ambiente, el conocimiento
estricto sobre el medio para la gestión, la supervivencia y el equilibrio
óptimos del medio mismo. En este sentido estrictamente occidental de la
significación tanto de la economía como de la ecología, parece evidente la
superioridad del conocimiento y la ciencia (o sea de la ecología) sobre las
leyes arbitrarias de los intereses económicos, de lo que se deriva la evidencia
de la eficacia incuestionable y la ciencia implícita en las tecnologías
campesinas e indígenas en perfecto equilibrio con la biodiversidad y la memoria
biocultural de la humanidad, mientras que los contemporáneos laboratorios de
biotecnología no obedecen a criterios científicos de conocimiento ecológico
sino a las leyes arbitrarias impuestas por la fuerza legal de los intereses
estrictamente económicos.
En
este sentido es también importante, para determinar “la ecología de la cultura
global” a la que nos referimos, la consideración del saber-hacer como un conocimiento de primer orden. Como dice Richard
Sennett en El artesano, estudio
magistral sobre el conocimiento práctico y manual de la humanidad, “hacer es saber”. El “hacer” es una forma
de conocimiento que siempre ha estado vinculada a la tecnología en todas las
culturas, y que por tanto está cobrando una gran importancia heurística en la
época de la tecnología por excelencia que es la nuestra. La tecnología misma es
un hacer, o la construcción y el diseño de herramientas para hacer. Ahora bien,
hacer es hacer algo. Lo que aquí está
en juego entonces es el conocimiento sobre ese algo que implica el saber tecnológico contemporáneo.
También
André Leroi-Gourhan, en El gesto y la
palabra, interpretó admirablemente las civilizaciones como una manera de
transferencia tecnológica que siempre ha delegado en sus artefactos, en órganos
técnicos artificialmente construidos, las facultades de registro del corpus
común de conocimientos. Leroi-Gourhan concibe la vivencia material y social de
los grupos humanos como una transmisión continua de estas “series de programas”
en los cuales, lo mismo que la herramienta, la memoria humana se exterioriza.
En una serie de cadenas de transmisión escalonadas en el tiempo, llegamos a la
actual “memoria artificial”, electrónica, que “garantiza, sin recurrir al
instinto o a la reflexión, la reproducción de actos mecánicos encadenados”.
Pero esto no implica ninguna “evolución” cultural sino una singularidad
operativa específica, una forma concreta de organización de la memoria
colectiva y de exteriorización de los órganos de la tecnicidad. “La
herramienta, realmente, sólo está “en el gesto que la hace eficaz” y la
sinergia operatoria entre una y otro supone la existencia de una memoria en la
que se inscribe el programa del comportamiento”[11].
Entonces
nos preguntamos qué tipo de memoria biocultural o de criterio de ecología
global lleva a las nuevas tecnologías a definir el ámbito específico de su
saber-hacer, a determinar ese algo fundamental
que todo conocimiento tecnológico tiene como premisa operatoria en la evolución
de estas “herramientas-gestos-memoria”. Nos preguntamos, también, en función de
los cambios tecnológicos revolucionarios que estamos viviendo en nuestra época,
cómo podemos generar colectivamente nuevas formas de entender el conocimiento,
formas de operatividad colectiva que nos informen sobre cómo se genera, cómo y
quién valida el nuevo conocimiento y qué “autoridad” se deriva de todo ello.
No
es posible acogerse a un discurso de “rechazo” a la tecnología porque
excluiríamos con ello el ámbito de la cultura que siempre ha estado asociada a
ella, pero tampoco es posible entregarse a una especie de “celebración
tecnológica” como discurso mesiánico o milenarista sin atender estrictamente a
los criterios de validación posibles del saber-hacer en nuestro mundo,
criterios de ecología global que “no le den la espalda al interrogante
fundamental sobre la construcción social de las funciones y de los usos de la
nuevas herramientas inteligentes”[12]. En
este sentido, tal vez convenga recurrir una vez más a la etimología y observar
que, como su raíz latina parece indicar, la consciencia
(con-sciere: “saber juntos”) es
fundamentalmente un fenómeno social y de interés colectivo, y que por tanto los
problemas tecnológicos contemporáneos no pueden resolverse en manos de empresas
privadas de fabricación de órganos tecnológicos sin función social ni beneficio
explícito para las colectividades.
También
la etimología de la palabra “tecnología”, que remite al griego tekné (arte, técnica u oficio) y al logos del conocimiento discursivo,
debería ponernos sobre la pista de la implicación del arte contemporáneo en los
procesos de socialidad y “consciencia” pública de las actuales prácticas
tecnológicas. Para Félix Guattari vivimos en un “paradigma estético” en el cual
lo mejor y lo peor se ubican en la “estetización” generalizada de las
sociedades contemporáneas. Por una parte, la estetización mass-mediática de la
política y la espectacularización del mundo por parte de las industrias de la
conciencia, que participan decisivamente en la “producción de subjetividad
capitalística” y la hegemonía “estética” de los poderes globales del capital
transnacional; pero por otra parte la evidencia de que la creación estética, la
producción cultural y la producción artística en general son procesos cognitivos, producciones de conocimiento capaces de generar “subjetividades colectivas”
y procesos de transformación social de la percepción que den a luz nuevos
mundos posibles y nuevas formas de vida.
Para
Guattari, esta posibilidad pasaba por la transformación de la era
consensualista de los mass-media en una era disensual post-media, en la que la circulación “minoritaria” de nuevos modos
de comunicación y producción de subjetividad se establecería a través de redes
transversales relativamente ajenas a los grandes circuitos mediáticos. Nuevas
formas autopiéticas, podríamos decir, de producir y compartir el conocimiento,
escapando de la homogeneización global de las significaciones operadas por los
grandes circuitos comunicativos y sus dispositivos semióticos de control,
canalización y banalización de todo contenido como parte de su transmisión
continuada de consignas. Todo este aspecto de las implicaciones de los dispositivos
neomediales y de “la era post-media” de la producción cultural ha sido también
exhaustivamente explorado por la obra de José Luis Brea, quien desde el
interior de la crítica y la historia del arte muestra cómo las prácticas
artísticas contemporáneas se encuentran en una encrucijada histórica entre la
falta absoluta de “creación” real que no sea la de una “marca publicitaria” en
el mercado global del capitalismo cultural electrónico, y su compromiso
contemporáneo como prácticas necesariamente creadoras de socialidad y
productoras de esfera pública, de territorios comunicativos compartidos y
puestas en relación reales de las potencialidades creativas de la colectividad.
[1] Ver Pierre Lévy, Inteligencia
Colectiva. Por una antropología del ciberespacio. Descargable en Internet: http://www.minipimer.tv/txt/20110120/Inteligencia-Colectiva-Pierre-Levy.pdf
[2] Yves Winkin (editor), La nueva
comunicación, Kairós, Barcelona, 2005.
[3] Armand Mattelart y Michèle Mattelart,
Historia de las teorías de la comunicación, Paidós comunicación, Barcelona,
2005.
[4] Humberto Maturana y Francisco Varela, Autopoiesis: la organización de lo vivo. Ed. Universitaria/Ed.
Lumen, Buenos Aires, 2003.
[5] Citado en Fritjof Capra, La trama
de la vida, Anagrama, Barcelona, 1998.
[6] Humberto R. Maturana y Francisco J. Varela, El árbol del conocimiento. Ed. Universitaria. Santiago de Chile,
1998.
[7] Yves Winkin (editor), La nueva
comunicación, Kairós, Barcelona, 2005.
[8] Felix Guattari, Las tres
ecologías. Ed. Pre-textos. Valencia, 2000.
[9] E. McLuhan, F. Zingrone. Marshall
McLuhan. Escritos esenciales. Paidós comunicación. Barcelona, 1998.
[10] Pierre Clastres, Investigaciones
en antropología política, Ed. Gedisa, Barcelona, 2001., y La sociedad contra el Estado, virus
editorial, Barcelona, 2010.
[11] Armand Mattelart, Historia de la
sociedad de la información. Paidós bolsillo. Barcelona. 2007.
[12] Pierre Lévy, Cibercultura. La
cultura de la sociedad digital (informe al Consejo de Europa). Anthropos.
Barcelona, 2007.
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