lunes, 27 de agosto de 2012

Primeros pasos hacia una teoría de la COMUNI(C)ACIÓN


Transcribimos aquí un fragmento de un artículo que publicamos en septiembre de 2012 en la revista Q Quaderns d´Educació Contínua, concretamente en el número 27 de esta publicación del CREC (Centre de Recursos i Educació Contínua), dedicado a "entorns multimèdia, aprenentatge col.laboratiu i formació de persones adultes".

Lo que aquí publicamos ahora es un fragmento de ese artículo que puede encontrarse íntegro, junto al resto de la revista, en la web del CREC: http://www.crec.info/#/externalSwf-00


1. Hacia una nueva concepción de la comunicación.

 Una de las claves fundamentales para entender las transformaciones actuales del conocimiento se encuentra en los nuevos procesos cognitivos, perceptivos e intelectivos operados por las llamadas TIC (tecnologías de la información y la comunicación). Los llamados “nuevos medios” de acceso, de distribución y de producción del conocimiento están ocasionando una auténtica ruptura epistemológica en la cultura global. El desarrollo de estas nuevas técnicas de información y comunicación sigue siendo inseparable de los laboratorios de tecnología militar, como el desarrollo de Internet lo es de las investigaciones del ejército de los EE.UU, mientras por otra parte las ramas del árbol del conocimiento son cada vez más diversas y están más especializadas, mercantilizadas, empresarializadas. Mientras las instituciones ya empresariales de las Universidades contemporáneas quieren quitarse de encima a toda costa la molesta crítica filosófica y su continuado cuestionamiento epistemológico, los “conceptos” son asimilados por las agencias de publicidad, que junto a los estrategas militares y las multinacionales de telecomunicaciones se encargan ahora de gestionar la realidad operatoria de la llamada “comunicación” contemporánea.

Es necesario por tanto analizar el estado del conocimiento mismo, vinculado desde siempre a los medios efectivos de comunicación de cada formación social e histórica. Resulta fundamental, así, hacer una revisión profunda del concepto mismo de “comunicación”, concepto capturado por el vocabulario tecnocrático, publicitario y periodístico, en su papel decisorio de las políticas de estados y agencias colaterales de la gobernanza global, y a partir del cual los “nuevos medios” se configuran como poderos instrumentos de control social y mercantilización integral de la vida de las poblaciones humanas. Nuestra indagación se desarrolla entonces en torno al concepto de “comunicación” y pretende encontrar criterios ecológicos válidos para la producción y circulación del conocimiento contemporáneo, transformando los usos políticos y económicos de los “nuevos medios” en operadores de una reconfiguración posible de la diversidad epistémica, como armas intelectuales de resistencia de los conocimientos excluidos e instrumentos para una nueva cartografía de la “inteligencia colectiva”. Como dice Pierre Lévy, “la invención de nuevos procedimientos de pensamiento y de negociación que pueda hacer surgir verdaderas inteligencias colectivas se plantea con particular urgencia. Las tecnologías intelectuales no ocupan un sector como cualquier otro de la mutación antropológica contemporánea; son potencialmente la zona crítica de ellos, el lugar político”[1].

Lo que Lévy llama “tecnologías intelectuales” son precisamente los “nuevos medios” de información y comunicación, que afectan de manera integral a los procesos de la inteligencia contemporánea. Uno de los retos de esas “sociedades del conocimiento” que pretenden ser las nuestras, el punto crítico de la política global contemporánea, se presenta como la movilización colectiva del proceso comunicativo capaz de generar instrumentos integradores de ámbitos de conocimiento diversos, la concepción y legitimación de una nueva epistemología que se muestre eficaz en el reconocimiento y la validación de las formas de producción de conocimiento que, sin ser académicas, participan de formas culturales dinámicas y de transformaciones sociales efectivas. Esa nueva formación epistemológica que nos es contemporánea opera por nuevos modos de comunicación del pensamiento colectivo, pero “no poniendo su destino entre las manos de algún mecanismo pretendidamente inteligente, sino produciendo sistemáticamente las herramientas que le permitan constituirse en colectivos inteligentes” (Pierre Lévy).




El mismo Lévy nos recuerda en su libro que la etimología de “inteligencia” (inter legere) denota el sentido de “trabajar en conjunto, como punto de unión no sólo de ideas sino también de personas, construyendo la sociedad”. La etimología es un instrumento muy útil para la indagación epistemológica, y en el caso de la comunicación resulta especialmente reveladora. En La nueva comunicación[2], libro dedicado a “la Universidad Invisible” que se generó en los años sesenta alrededor de la Escuela de Palo Alto (de la que fueron miembros Gregory Bateson, Erving Goffman, Paul Watzlawick, etc), Yves Winkin explica que según su etimología latina, “communicare” significaba originariamente “participar en común” y “poner en relación”. Esta participación común originaria del sentido de “comunicar” estaba también muy cerca de una puesta en relación de los cuerpos en “comunión”. En la lengua francesa, communier tenía además hasta el siglo XVI el sentido de “propietario en común”. En la lengua inglesa también el sentido de “communication” (con idéntica raíz latina) hizo referencia durante siglos a la participación común y la puesta en relación, y a finales del siglo XV la palabra inglesa se convierte también en el objeto que se participa comunitariamente, así como en el XVII en el medio para proceder a esa participación.



En ese mismo siglo, en Francia, “comunicar” comienza a significar también transmitir (una enfermedad o una virtud). Ya en el siglo XVIII, con el desarrollo de los medios de transporte, el término se generaliza en toda Europa y los nacientes EE.UU para hacer referencia a carreteras, canales y los primeros ferrocarriles. Los sentidos de “participar” y “compartir” se desplazan entonces progresivamente, sobre todo a partir de la Revolución Industrial, a los usos centrados en el sentido de “transportar” y “transmitir”. Desde el primer tercio del siglo XX el término “comunicar” se verá absorbido por los usos dominantes de la industria de la prensa, el cine, la radio y más tarde la televisión, que han olvidado la referencia a la participación común y han inventado nuevos medios de transporte del sentido, poniendo el énfasis del significado comunicativo en la transmisión (de consignas, de noticias, de personas o mercancías).


Este “olvido” de lo comunitario ha llegado al extremo de hacer que las empresas de publicidad y las grandes industrias de la conciencia gobiernen en nuestro tiempo el ámbito de la llamada “comunicación”. La tergiversación del sentido original de “comunicar” ha ocasionado también que la teoría contemporánea de la comunicación sigua basada en esta concepción de “transmisión o transporte” de mensajes (así como cuerpos y mercancías), y que se constituya más como ciencia del control, de la velocidad y la persuasión que como estudio de las dimensiones comunicativas integrales y compartidas de la humanidad. Según todas las evidencias sociológicas y antropológicas, sin embargo, los nuevos medios de comunicación condicionan de manera fundamental las dimensiones cognitivas, perceptivas e intelectivas de las personas: no se limitan en absoluto a transmitir mensajes sino que configuran de manera decisiva la “arquitectura” del conocimiento posible que contienen.

Eso es lo que quería decir Marshall McLuhan al enunciar que “el medio es el mensaje”. Lo que en los nuevos medios está en juego no es tanto una cuestión de “contenidos” de conocimiento sino una formalización y una modelización de los medios efectivos para la pragmática del aprendizaje y del conocimiento. La cuestión del conocimiento corresponde de manera esencial a las formas prácticas de la comunicación: las problemáticas educativas del “compartir” y de la propia “socialidad” como conjunto de significaciones, instituciones y actitudes compartidas. Estas problemáticas están vinculadas, por otra parte, de manera fundamental con las aporías de la llamada “propiedad intelectual”, que no sólo se refiere a los productos culturales y a la mercantilización generalizada de la cultura, sino más decisivamente a las patentes de la biotecnología y a las luchas propietarias de las multinacionales por monopolizar el patrimonio genético de la humanidad y de la entera naturaleza. Es por tanto necesaria una renovada epistemología de los nuevos medios de comunicación para poner en evidencia, teórica y pragmáticamente, que la comunicación no puede reducirse a la concepción “industrial” de la transmisión de contenidos sino que debe ser reelaborada en función de la pluralidad de medios capaces de construir una efectiva posibilidad de compartir y participar en común el conocimiento.

Pero no es un simple desplazamiento semántico y etimológico lo que puede validar una nueva concepción de la comunicación. Es necesario contrastar la significación de las palabras con sus transformaciones históricas, con los modelos científicos de comprensión de los cambios sociales y con las transformaciones tecnológicas. En los años cuarenta del siglo XX, Claude Shannon enunció la “teoría matemática de la información”, que se convirtió en el paradigma dominante de las ciencias humanas para la comprensión de los fenómenos sociales comunicativos. El modelo matemático de Shannon era puramente lineal: se trataba de una teoría de la transmisión de mensajes de un punto a otro. Tal vez influido por los intereses de la empresa en la que trabajaba (era ingeniero de la compañía Bell Telephone), Shannon elaboró un modelo telegráfico de la información y la comunicación, con la intención de optimizar la velocidad de la transmisión de mensajes en base a un esquema lineal de elementos “aislados”, que influiría decisivamente en los modelos de la lingüística (por ejemplo en Roman Jacobson y en toda la antropología estructural). En la misma época en que Shannon elaboró su teoría matemática, Norbert Wiener, otro ingeniero, a partir de unos estudios de balística para el ejército norteamericano, reconoce el principio de feedback o “retroacción” como la clave esencial de la “cibernética”. Esta nueva ciencia del “pilotaje” (kybernetes significa piloto o timón) o “ciencia del control y la comunicación en el animal y la máquina” es inaugurada oficialmente por Wiener en 1948 con su libro Cybernetics. El modelo comunicativo de Wiener es circular (retroactivo) y en él todo “efecto” retroactúa sobre su causa, todo proceso de comunicación se retroalimenta circularmente según el principio del feedback.

Este modelo no-lineal sino circular de la comunicación dio origen a toda una serie de cuestionamientos muy fecundos en las ramas alternativas de la psiquiatría y en las investigaciones biológicas, aunque fue desatendido en las teorías dominantes de la comunicación hasta la generalización del modelo comunicativo de las “redes” a partir de Internet. El principio cibernético de Wiener y el desarrollo de los modelos computacionales de comprensión de la realidad están sin embargo en el origen de las llamadas “ciencias cognitivas”, aparecidas en EE.UU en los mismos años cuarenta. Este es uno de los momentos decisivos de la separación radical con la filosofía operada por las ciencias en el siglo XX, pues lo que hasta entonces correspondía a la epistemología, a la filosofía de la ciencia o a la teoría del conocimiento, empieza a constituirse en una ciencia empírica específica llamada ciencia cognitiva y encargada de “conocer el acto de conocer” en base a criterios experimentales y “científicos”[3].

La nueva ciencia cognitiva se sitúa en la encrucijada de diversas disciplinas (la neurología, la biología, la psicología, la lingüística, la antropología) pues su campo de estudio es la “cognición”, el conocimiento no como estado o contenido, sino como actividad. La hipótesis cognitivista dominante se define desde entonces por la creencia en que la cognición puede definirse como la computación de representaciones simbólicas, y que su estudio es inseparable de las tecnologías cognitivas informáticas y del progreso de los ordenadores, de las máquinas de pensar que supuestamente reproducen las actividades mentales.  Como explican Mattelart y Mattelart, “La inteligencia artificial (IA) será su proyecto literal. En el centro de la hipótesis cognitivista, la noción de representación induce una manera de comprender el funcionamiento del cerebro como dispositivo de  tratamiento de información que reacciona de forma selectiva ante el entorno, ante la información que le llega del exterior. La inteligencia artificial considera la organización de lo vivo como un sistema abierto en constante interacción con ese entorno en base a constantes inputs y outputs”.

Sin embargo, dos biólogos y neurocientíficos chilenos, Humberto Maturana y Francisco Varela, refutan en los años setenta esta concepción del sistema informativo abierto desarrollando la idea de “autopoiesis” y de “sistema autopoiético” (del griego autós, uno mismo, y poieîn, producir). Los sistemas vivos son concebidos por Maturana y Varela como sistemas cerrados de organización en redes no-lineales capaces de autoproducir constantemente su organización en función de su interacción con los elementos externos. Desde las redes neuronales a las redes globales de intercomunicación de los sistemas vivos, el funcionamiento de cada sistema singular es autopoiético, sin dejar por ello de estar comunicado con el resto de sistemas vivientes en una red de interdependencias estructurales complejas.

Para Maturana y Varela, el pensamiento no puede ser reducido a la representación, ni el funcionamiento del cerebro al procesamiento de información, pues ambos mecanismos están conectados con los procesos complejos de la emoción y la forma particular en que los sistemas autopiéticos se interconectan en la actividad cognitiva específica de cada singularidad viviente. “Los sistemas vivos son sistemas cognitivos”, escribe Maturana, “y la vida como proceso es un proceso de cognición”. Todos los cambios de los sistemas vivos son así actos de cognición. Al interactuar los sistemas vivientes autopiéticos y cerrados sobre sí con los cambios exteriores, lo que se produce es “el alumbramiento de un mundo” como proceso cognitivo conjunto. La cognición no es la “representación” de un mundo, sino el proceso viviente que “da a luz un mundo” nuevo. Las interacciones de todo sistema vivo con su entorno son interacciones cognitivas y el proceso de vida mismo es un proceso de cognición en el que se crean sin cesar una diversidad de mundos de los que compartimos partes o secciones parciales.

Las implicaciones científicas, sociales y culturales de la llamada teoría de Santiago de la cognición, elaborada por Humberto Maturana y Francisco Varela, son inmensas, así como las rupturas epistemológicas que ocasionan con la tradición “representativa” del pensamiento occidental. Pero más que nunca esta Teoría Cognitiva de Santiago (de Chile) parece adecuada para abordar el nuevo paradigma comunicativo de las “redes sociales” y sus formas de producción y distribución del conocimiento. Maturana y Varela escriben: “Un sistema autopiético está organizado como una red de procesos de producción de componentes que con sus transformaciones y sus interacciones a) regeneran continuamente la red que los ha producido, y b) constituyen el sistema en cuanto unidad concreta en el espacio en que existe, especificando el campo topológico en que se realiza como red”[4].

Esta definición de autopoiesis constituye un patrón general de organización común a todos los sistemas vivos, cualquiera que sea la naturaleza de sus componentes. Se trata así de una red sistémica de procesos de producción, en la cual la función de cada componente es participar en la producción o transformación de otros componentes de la red. Toda la red “se hace a sí misma” continuamente, es producida por sus componentes y, a su vez, los produce y los singulariza. Como dicen Maturana y Varela, “en un sistema vivo, el producto de su operación vital es su propia organización”. Y una característica fundamental de los sistemas vivos es que su organización autopiética incluye decisivamente la creación topológica de un perímetro que especifica el territorio existencial de las operaciones de la red y define el sistema como una singularidad cerrada sobre sí, en relación de interacción e interdependencia compleja y “rizomática” con la “red de redes” que es el conjunto de los sistemas vivos en su totalidad.

La aplicación de una idea tan fecunda en el análisis de los sistemas sociales fue desarrollada por el sociólogo Niklas Luhmann, quien identificó los procesos sociales de la red informacional como procesos de comunicación autopoiética: “Los sistemas sociales usan la comunicación como su modo particular de reproducción autopiética. Sus elementos son comunicaciones que son… producidas y reproducidas por una red de comunicaciones y que no pueden existir fuera de dicha red”[5]. Pero este desplazamiento de un modelo biológico a otro sociológico genera problemas múltiples (y el propio Maturana estuvo en desacuerdo con él) y nos contentamos con quedarnos algo más acá y encontrar una nueva definición de lo que significa la “comunicación”. En su libro El árbol del conocimiento, Maturana y Varela explican que “la comunicación no es transmisión de información, sino más bien una coordinación de comportamiento entre organismos vivos a través del acoplamiento estructural mutuo”[6].

Lo que Humberto Maturana señalará en otra parte como la entrada en juego del lenguaje (o del “leguajeo”, como él dice), es el momento en que se produce “una comunicación sobre la comunicación”. Es decir que los significados, mensajes y códigos no entran en escena hasta que no existe un acto comunicativo, lingüístico, que comunica algo sobre el propio medio de comunicación. La observación experimental en biología permite limitar ese modelo lingüístico de la comunicación a un ámbito muy reducido y específico (el de los intercambios lingüísticos) en el cual los famosos “mensajes”, su sentido profundo, serían nuevas formas de operar sobre el medio comunicativo mismo, mientras que la comunicación como tal es una operación mucho más amplia y omniabarcante: una coordinación de comportamiento mediante interacciones mutuas recurrentes, o “acoplamiento estructural mutuo”, que produce efectos plásticos, de movimientos, sonoridades e imágenes vivas en la creación de nuevos mundos compartidos.

Maturana no recurre sin embargo a la etimología, sino que atestigua precisamente que las descripciones semánticas de la comunicación como proceso de “transmisión de información” no son más que proyecciones del observador humano. La coordinación del comportamiento implicada en la comunicación real de los sistemas vivos queda así determinada no por el ámbito de los significados, sino por la autopoiesis coordinada de actitudes y comportamientos. Para Humberto Maturana, el significado y las articulaciones semióticas no se presentan más que en un estadio secundario de la comunicación, cuando aparecen instancias de “comunicación sobre la comunicación”, instancias de lenguaje que transforman el propio medio comunicativo. Eso es precisamente el lenguaje humano, una especie de “metacomunicación” semiótica sobre las situaciones de dependencia comunicativa o los procesos de coordinación del comportamiento en ámbitos cada vez más complejos de interacción e interdependencia.

Pero remitiéndonos a la etimología, en este caso a la de la palabra francesa communier, podríamos distinguir algo como una función de COMUNIACIÓN: esa instancia que posibilita “participar en común” y “poner en relación”, instancia de comunicación integral que remite a la efectividad de ser “propietario en común” del conocimiento. La comprensión de la comunicación podría pasar así de los términos semióticos y representativos (transmisión de información en virtud de códigos sujetos a significados) a una concepción plástica y ontogenética (es decir, de desarrollo e invención), donde lo decisivo es la posibilidad de una coordinación de comportamientos en la producción de actitudes comunes y efectos plásticos compartidos (sonidos, movimientos, imágenes), una COMUNIACIÓN como “autopiesis” comunicativa comunitaria, como “participación en común” en las interacciones recurrentes capaces de coordinar los comportamientos y los sentidos, como “puesta en relación” efectiva de esa creación de mundos en que consiste toda cognición.

En el prólogo a La nueva comunicación, explicaba Yves Winkin que, para los miembros de la llamada Universidad Invisible, "la comunicación es un proceso social permanente que integra múltiples modos de comportamiento: la palabra, el gesto, la mirada, la mímica, el espacio interindividual, etc. No se trata de establecer una oposición entre la comunicación verbal y la "comunicación no verbal": la comunicación es un todo integrado. (...). Según ellos, la complejidad de la menor situación de interacción es tal, que es vano querer reduccirla a dos o tres "variedades", trabajando de manera lineal. Es preciso concebir la investigación de la comunicación en términos de niveles de complejidad, de contextos múltiples y de sistemas no-lineales. (...) En este sentido podríamos hablar de un modelo orquestal de la comunicación, por oposición al "modelo telegráfico". El modelo orquestal, de hecho, vuelve a ver en la comunicación el fenómeno social que tan bien expresaba el primer sentido de la palabra, tanto en francés como en inglés: la puesta en común, la participación"[7]....la COMUNIACIÓN.




2. Hacia una ecología de la cultura global.
      
Las implicaciones de esta nueva perspectiva de la “comunicación” en las evidencias biológicas expuestas por Maturana y Varela nos conducen directamente a una concepción necesaria de lo que llamaría una Ecología de la Cultura Global. Félix Guattari, en su libro Las tres ecologías[8], definió el ámbito de la “ecosofía” como el de la implicación común, la interdependencia recíproca y la comunicación multinivel de la ecología mental, la ecología social y la ecología medioambiental. Estos tres ámbitos definirían la integración ecológica que requiere la cultura global como sistema vivo, y que Guattari llevó más lejos y a mayores niveles de complejidad en su obra Caosmosis.

Por otra parte, la definición de Marshall McLuhan de la cultura como un “orden de preferencias sensoriales”[9], nos impediría en todo momento considerar que una determinada cultura está más desarrollada que otra, o que las diversas culturas se escalonan en una serie necesaria de evolución hacia la forma civilizatoria propuesta e impuesta por el modelo occidental. Una cultura indígena no está en ningún sentido más atrasada que la cultura de los europeos o los norteamericanos: ella ha establecido su propio “orden de preferencias sensoriales”, y en función de criterios estrictamente ecológicos de eficacia técnica y productividad no acumulativa se encuentra en niveles óptimos de su propio desarrollo y del desarrollo de su propio medio, en un territorio existencial en el que la economía y la ecología se muestran como epistemológicamente inseparables. Las comunidades indígenas tienen sus propios criterios de conocimiento que son tan válidos como los de los laboratorios más avanzados de biotecnología, o ciertamente lo son mucho más en función de la necesaria epistemología ecológica que debería empezar a determinar la validez y legitimidad de los conocimientos globales en una coordinación comunicativa sistémica de comportamientos que no puede basarse sino en criterios ecológicos de legitimación.

En la misma línea evaluativa, podríamos poner en jaque también a la supuesta superioridad cultural en función del desarrollo tecnológico, pues éste no asegura ningún desarrollo comunicativo. El perfeccionamiento tecnológico no implica ningún avance de comunicación ni "civilizatorio" por sí mismo, mientras que, por su parte, las culturas indígenas tienen un desarrollo mucho mayor de la comuniación que la cultura occidental globalizada. Conviene recordar también a este respecto los trabajos del antropólogo Pierre Clastres, quien en numerosos artículos supo señalar que el supuesto “atraso” tecnológico de las culturas indígenas no se debe a ninguna carencia en el orden del conocimiento, sino más bien a significativas opciones políticas adoptadas por estas comunidades para asegurar su propia ecología cultural. Y es que el desarrollo tecnológico está necesariamente asociado a una acumulación económica de recursos que instituye las desigualdades en el orden interno de la sociedad, ya que genera la aparición de una instancia de apropiación de dichos recursos en forma de un poder político separado del grupo, de una institución separada que se asegura la captura de los recursos ejerciendo su dominación política sobre el conjunto de la sociedad. Sin embargo, en numerosas tribus amazónicas y comunidades indígenas de América, según muestra Clastres, el pensamiento indígena conjura precisamente el peligro de la desigualdad y de la institución de un orden de dominación renunciando conscientemente al desarrollo de las tecnologías y a la acumulación económica[10].

En cualquier caso, desde un ámbito cultural estrictamente occidental, podemos indagar de nuevo en la etimología de estas palabras que parecen irreconciliables según el modelo de crecimiento insostenible impuesto por nuestra civilización: la economía y la ecología. Ambas provienen de la raíz común del prefijo eco en su acepción griega originaria: oikós, que significa casa, bien doméstico, hábitat, medio natural. De esta raíz común, la economía compone su ámbito semántico con nomos, que quiere decir “ley”, mientras que la ecología se compone con logos, que es el ámbito del conocimiento, de la ciencia, del lenguaje, de la sabiduría implicada en cada ámbito humano. Observamos entonces que la economía es la ley impuesta sobre el hábitat y el medio natural, la convención arbitraria encargada del reparto de las propiedades, los territorios y los recursos según una distribución de fuerzas “legales” impuestas, mientras que la ecología es la ciencia de ese mismo hábitat y medio ambiente, el conocimiento estricto sobre el medio para la gestión, la supervivencia y el equilibrio óptimos del medio mismo. En este sentido estrictamente occidental de la significación tanto de la economía como de la ecología, parece evidente la superioridad del conocimiento y la ciencia (o sea de la ecología) sobre las leyes arbitrarias de los intereses económicos, de lo que se deriva la evidencia de la eficacia incuestionable y la ciencia implícita en las tecnologías campesinas e indígenas en perfecto equilibrio con la biodiversidad y la memoria biocultural de la humanidad, mientras que los contemporáneos laboratorios de biotecnología no obedecen a criterios científicos de conocimiento ecológico sino a las leyes arbitrarias impuestas por la fuerza legal de los intereses estrictamente económicos.

En este sentido es también importante, para determinar “la ecología de la cultura global” a la que nos referimos, la consideración del saber-hacer como un conocimiento de primer orden. Como dice Richard Sennett en El artesano, estudio magistral sobre el conocimiento práctico y manual de la humanidad, “hacer es saber”. El “hacer” es una forma de conocimiento que siempre ha estado vinculada a la tecnología en todas las culturas, y que por tanto está cobrando una gran importancia heurística en la época de la tecnología por excelencia que es la nuestra. La tecnología misma es un hacer, o la construcción y el diseño de herramientas para hacer. Ahora bien, hacer es hacer algo. Lo que aquí está en juego entonces es el conocimiento sobre ese algo que implica el saber tecnológico contemporáneo.

También André Leroi-Gourhan, en El gesto y la palabra, interpretó admirablemente las civilizaciones como una manera de transferencia tecnológica que siempre ha delegado en sus artefactos, en órganos técnicos artificialmente construidos, las facultades de registro del corpus común de conocimientos. Leroi-Gourhan concibe la vivencia material y social de los grupos humanos como una transmisión continua de estas “series de programas” en los cuales, lo mismo que la herramienta, la memoria humana se exterioriza. En una serie de cadenas de transmisión escalonadas en el tiempo, llegamos a la actual “memoria artificial”, electrónica, que “garantiza, sin recurrir al instinto o a la reflexión, la reproducción de actos mecánicos encadenados”. Pero esto no implica ninguna “evolución” cultural sino una singularidad operativa específica, una forma concreta de organización de la memoria colectiva y de exteriorización de los órganos de la tecnicidad. “La herramienta, realmente, sólo está “en el gesto que la hace eficaz” y la sinergia operatoria entre una y otro supone la existencia de una memoria en la que se inscribe el programa del comportamiento”[11].

Entonces nos preguntamos qué tipo de memoria biocultural o de criterio de ecología global lleva a las nuevas tecnologías a definir el ámbito específico de su saber-hacer, a determinar ese algo fundamental que todo conocimiento tecnológico tiene como premisa operatoria en la evolución de estas “herramientas-gestos-memoria”. Nos preguntamos, también, en función de los cambios tecnológicos revolucionarios que estamos viviendo en nuestra época, cómo podemos generar colectivamente nuevas formas de entender el conocimiento, formas de operatividad colectiva que nos informen sobre cómo se genera, cómo y quién valida el nuevo conocimiento y qué “autoridad” se deriva de todo ello.

No es posible acogerse a un discurso de “rechazo” a la tecnología porque excluiríamos con ello el ámbito de la cultura que siempre ha estado asociada a ella, pero tampoco es posible entregarse a una especie de “celebración tecnológica” como discurso mesiánico o milenarista sin atender estrictamente a los criterios de validación posibles del saber-hacer en nuestro mundo, criterios de ecología global que “no le den la espalda al interrogante fundamental sobre la construcción social de las funciones y de los usos de la nuevas herramientas inteligentes”[12]. En este sentido, tal vez convenga recurrir una vez más a la etimología y observar que, como su raíz latina parece indicar, la consciencia (con-sciere: “saber juntos”) es fundamentalmente un fenómeno social y de interés colectivo, y que por tanto los problemas tecnológicos contemporáneos no pueden resolverse en manos de empresas privadas de fabricación de órganos tecnológicos sin función social ni beneficio explícito para las colectividades.      

También la etimología de la palabra “tecnología”, que remite al griego tekné (arte, técnica u oficio) y al logos del conocimiento discursivo, debería ponernos sobre la pista de la implicación del arte contemporáneo en los procesos de socialidad y “consciencia” pública de las actuales prácticas tecnológicas. Para Félix Guattari vivimos en un “paradigma estético” en el cual lo mejor y lo peor se ubican en la “estetización” generalizada de las sociedades contemporáneas. Por una parte, la estetización mass-mediática de la política y la espectacularización del mundo por parte de las industrias de la conciencia, que participan decisivamente en la “producción de subjetividad capitalística” y la hegemonía “estética” de los poderes globales del capital transnacional; pero por otra parte la evidencia de que la creación estética, la producción cultural y la producción artística en general son procesos cognitivos, producciones de conocimiento capaces de generar “subjetividades colectivas” y procesos de transformación social de la percepción que den a luz nuevos mundos posibles y nuevas formas de vida.

Para Guattari, esta posibilidad pasaba por la transformación de la era consensualista de los mass-media en una era disensual post-media, en la que la circulación “minoritaria” de nuevos modos de comunicación y producción de subjetividad se establecería a través de redes transversales relativamente ajenas a los grandes circuitos mediáticos. Nuevas formas autopiéticas, podríamos decir, de producir y compartir el conocimiento, escapando de la homogeneización global de las significaciones operadas por los grandes circuitos comunicativos y sus dispositivos semióticos de control, canalización y banalización de todo contenido como parte de su transmisión continuada de consignas. Todo este aspecto de las implicaciones de los dispositivos neomediales y de “la era post-media” de la producción cultural ha sido también exhaustivamente explorado por la obra de José Luis Brea, quien desde el interior de la crítica y la historia del arte muestra cómo las prácticas artísticas contemporáneas se encuentran en una encrucijada histórica entre la falta absoluta de “creación” real que no sea la de una “marca publicitaria” en el mercado global del capitalismo cultural electrónico, y su compromiso contemporáneo como prácticas necesariamente creadoras de socialidad y productoras de esfera pública, de territorios comunicativos compartidos y puestas en relación reales de las potencialidades creativas de la colectividad.




[1] Ver Pierre Lévy, Inteligencia Colectiva. Por una antropología del ciberespacio. Descargable en Internet: http://www.minipimer.tv/txt/20110120/Inteligencia-Colectiva-Pierre-Levy.pdf

[2] Yves Winkin (editor), La nueva comunicación, Kairós, Barcelona, 2005.

[3] Armand Mattelart y Michèle Mattelart, Historia de las teorías de la comunicación, Paidós comunicación, Barcelona, 2005.

[4] Humberto Maturana y Francisco Varela, Autopoiesis: la organización de lo vivo. Ed. Universitaria/Ed. Lumen, Buenos Aires, 2003.

[5] Citado en Fritjof Capra, La trama de la vida, Anagrama, Barcelona, 1998.

[6] Humberto R. Maturana y Francisco J. Varela, El árbol del conocimiento. Ed. Universitaria. Santiago de Chile, 1998.

[7] Yves Winkin (editor), La nueva comunicación, Kairós, Barcelona, 2005.

[8] Felix Guattari, Las tres ecologías. Ed. Pre-textos. Valencia, 2000.

[9] E. McLuhan, F. Zingrone. Marshall McLuhan. Escritos esenciales. Paidós comunicación. Barcelona, 1998.

[10] Pierre Clastres, Investigaciones en antropología política, Ed. Gedisa, Barcelona, 2001., y La sociedad contra el Estado, virus editorial, Barcelona, 2010.

[11] Armand Mattelart, Historia de la sociedad de la información. Paidós bolsillo. Barcelona. 2007.


[12] Pierre Lévy, Cibercultura. La cultura de la sociedad digital (informe al Consejo de Europa). Anthropos. Barcelona, 2007.
 

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